jueves, 7 de septiembre de 2017

La ley, la intimidación y la fuerza

            Obedecer las normas parece estos días algo opcional. No hay necesidad de acatar el ordenamiento jurídico salvo que haya algún juez o algún policía en las proximidades. Y, en el peor de los casos, si alguien te estaba observando cuando decidiste saltarte un semáforo en rojo, siempre puedes decir que no lo habías visto, o, mejor, que ese semáforo está ahí porque tú lo has pagado con tus impuestos y que, desde tu punto de vista, resulta innecesario puesto que ya hay un paso de cebra que da preferencia a los peatones, si es que quieren cruzar; que seguro que te paras para dejarles pasar, pero cuando haya necesidad (o a ti te lo parezca) y no cuando lo diga el disco en rojo que, nuevamente desde tu punto de vista, tarda mucho en cambiar, mucho más de lo necesario, de lo que tú necesitas, se entiende.
            Ayer tuve que oponerme a una demanda de reclamación de salarios de un trabajador que decía haber prestado servicios a tiempo completo durante tres meses para una empresa, al tiempo que percibía las prestaciones por desempleo. Había cobrado el desempleo durante ese mismo lapso de tiempo y como, según él, la empresa no le había pagado, dirigía su demanda contra el empresario deudor y, subsidiariamente, contra el Fondo de Garantía Salarial, ante la más que previsible insolvencia de su empleador.
            De las normas de convivencia mejor ni hablamos. El martes estaba corriendo por el parque y me cruce varias veces con un numeroso grupo de jóvenes, de alguna asociación o club deportivo, que ocupaban buena parte del camino. Cuando había pasado tres veces por el punto en el que se concentraban y, curiosamente, cuando empezaban a dispersarse en grupos más pequeños, dos de esos jóvenes estaban parados cortándome el paso por el único margen del camino que quedaba libre. Me fui acercando esperando que se apartaran, pero en el último momento tuve que interrumpir el braceo y hurtar el cuerpo para no chocar con uno de ellos, que miraba en mi dirección con la mano apoyada en la cadera, y que ni siquiera hizo amago de moverse cuando llegue a su altura. Inmediatamente, lo que pensé es que debería haberlo empujado, dejando que mi cuerpo, en carrera, chocara con el suyo. Lo habría apartado lo necesario, pasando por su lado sin problemas y, de paso, habría compartido mi sudorosa experiencia deportiva con su camiseta recién planchada. Pero, en mi fuero interno, sabía que empujarlo habría estado mal, si podía evitarlo, así que lo evite.
            Por esa misma razón, aunque en este caso no suele haber deliberación por su parte, tampoco voy atropellando transeúntes cuando circulo en bicicleta, aunque caminen reiterada y despreocupadamente por el carril bici, desentendidos de cuanto les rodea. Lo que me irrita, es que, cuando se dan cuenta de que van por donde no deben, muchas veces, no se disculpan, ni hacen por apartarse. Se limitan a observarte como quien ha visto un extraterrestre y a seguir mirando el whatsapp. Pero pobre de ti como les roces al pasar. Entonces llamaran al policía más próximo, le recordaran a todo el mundo que el carril bici lo han pagado ellos con sus impuestos y que, desde su punto de vista, ese carril bici está mal colocado y los ciclistas deberíamos estar todos en la cárcel, paseando en bicicleta por el patio de la prisión.
            Vulnerar las normas es fácil. Todos lo hacemos alguna vez. A sabiendas o sin querer. Nuestro comportamiento no siempre es excusable, pero el que más y el que menos debería ser consciente de lo que ha hecho y retractarse o aceptar la sanción, el castigo, en definitiva, las consecuencias de su incumplimiento. Lo que es inadmisible es echarle la culpa a los otros de lo que ‘te has visto obligado a hacer’; que quien incumple sus obligaciones, exija cínicamente, al mismo tiempo, que los demás cumplan con las suyas y, en ocasiones, se permita el lujo de advertir o amenazar al que se opone a sus pretensiones o se niega a darle la razón.
            A propósito del proceso independentista, hace unos meses leí que Lluis Llach, diputado de la coalición Junts pel sí y presidente de la Comisión de Estudio del Proceso Consituyente del Parlament, en diversas conferencias públicas ha reiterado que los funcionarios que vivan en Cataluña tendrán que pensarse muy bien desobedecer al gobierno de la Generalitat, porque los que no cumplan serán sancionados. Me pregunto que habrían dicho los partidarios del procés si alguien del Gobierno de España hubiese insinuado algo parecido a la inversa. Seguramente, estaríamos hablando de violentar la libertad de los ciudadanos y de maniobras de intimidación propias de la dictadura.

            Y es que, cuando se acaban los argumentos, si es que alguna vez los hubo, el empecinamiento de los intolerantes en sus pretensiones, del tipo que sean, si los demás no damos nuestro brazo a torcer, deriva en intimidación. Y se puede intimidar ‘pacíficamente’, es decir, sin levantar la voz, mucho menos la mano, contra nadie, exponiendo razones y argumentos falaces pero ‘convincentes’, sobre todo  para quienes se dejaron intimidar. Porque cuando la intimidación no basta, el último recurso es siempre la fuerza.