domingo, 7 de marzo de 2021

Pietro Magdalener

 

            La imaginación de un niño no tiene límites conocidos, si exceptuamos el propio transcurso del tiempo, que probablemente sea el único límite a la imaginación infantil, porque también conduce inexorablemente hasta la frontera que separa la infancia de la primera juventud, que constituye el umbral de la vida adulta, y al momento en que la inseguridad que nos genera el mundo real fulmina buena parte de nuestra capacidad para imaginar otros mundos en los que demorarnos lejos del alcance de miedos y preocupaciones.

            Recuerdo que mi hermano y yo teníamos una imaginación que nos permitía inventar historias constantemente, plagadas de aventuras y situaciones hilarantes en las que héroes algo ingenuos, villanos víctimas de sus propios enredos, y un aluvión de personajes secundarios, a veces estrafalarios, otras medio majaretas, a menudo propensos a tomarse a broma los problemas más peliagudos, deambulaban por escenarios en los que unas cajas de cartón cubiertas con una sábana se convertían en un instante en un paraje nevado e inhóspito, o los retales de colores de un morral que guardaba Mamá, esparcidos por el suelo, podían dar forma a una ciénaga plagada de arenas movedizas y escurridizos reptiles.

            Una parte de aquellos juegos la constituía el poner nombre a los distintos personajes protagonistas de las aventuras que inventábamos cada tarde. A veces, los tomábamos prestados de historias que habíamos leído o de películas de las que veíamos en la televisión en blanco y negro que había en casa. Así, recuerdo que teníamos indios de plástico que respondían al nombre de Chingachgook  o Uncas. Pero como el juego ocupaba mucho más tiempo del que dedicábamos a leer o a ver la televisión, no nos quedaba otro remedio que inventar nuestros propios nombres, empresa en la que no siempre teníamos la misma fortuna. Así que, después de tomar prestado el nombre de Ciervo Ágil, se nos ocurrió llamar a otro miembro de la tribu de los mohicanos Zorro Negro, lo que tiene un pase, pero de ahí no tardamos mucho en recurrir a la familia de los invertebrados y bautizar a otro guerrero como Sapo Verde. Con los vaqueros nos esforzábamos todavía menos y, dejándonos inspirar por el color de los muñecos de plástico, había un Grisón y un Coloritos, apelativo que respondía al hecho de que este muñeco en particular estaba pintado de colores brillantes, a diferencia de la mayoría de sus compañeros.

            Cuando en nuestros juegos irrumpieron los clics, el imaginario se amplió considerablemente, pero seguimos mezclando nombres prestados con otros inventados. Así junto a Robin de Locksley y Margrabia Ansbach, conviviendo en el mismo escenario había un Gorrita, un Limpión y un Cojito.

            Buscando entre mis recuerdos, creo que he encontrado los nombres más antiguos de esa larga saga de personajes inventados, que no se referían a un muñeco de plástico sino que sirvieron para dar una identidad propia a los personajes que, en nuestros primeros juegos, interpretábamos mi hermano pequeño y yo. Me parece recordar que eran una especie de aventureros que cambiaban de época y de escenario sin dejar de ser ellos mismos. Se llamaban Jestin y Junlen, como suena. Así que nadie sucumba a la tentación de llamarlos Justin y Julen, porque tampoco tenían una nacionalidad definida ni pertenecían a un lugar concreto. Creo recordar que yo interpretaba a Jestin y mi hermano era Junlen. Jestin y Junlen eran muy buenos amigos y luchaban juntos contra enemigos imaginarios, bestias salvajes o fenómenos de la naturaleza que, a primera hora de la mañana de un sábado cualquiera podían zarandear de lo lindo nuestros colchones, súbitamente convertidos en almadías a merced de la corriente.

            Pero todavía hay otro nombre que se me viene a la memoria, aunque no sé quién era exactamente, si nuestro antagonista, un peligroso y escurridizo enemigo invisible, o alguien a quien debíamos encontrar para que nos encargara una misión o nos pusiera sobre la pista de algún hallazgo misterioso. Se llamaba Pietro Magdalener. De acuerdo, reconozco que el nombre no inspira mucho temor, y que parece el de un italiano dedicado a la repostería que regentaría algún establecimiento en un recóndito pueblecito de los Alpes, pero os aseguro que era un tipo misterioso, que Jestin y Junlen debieron tener serias dificultades para dar con su paradero y que me parece que, de alguna manera, consiguió darles esquinazo, hasta el punto de que su identidad, a día de hoy, para mí sigue siendo un misterio.