Hemos
regresado de nuestro segundo periodo vacacional y, afortunadamente, aunque hace
calor, luego refresca y se puede conciliar el sueño. Aun así, alguna noche
hemos tenido que tomar medidas excepcionales y mis dos hijas han emigrado al salón
desde sus cuartos, recalentados por el sol que da en esa pared de la casa desde
primeras horas de la tarde.
De
todas formas, solo un niño duerme mejor que un adolescente. Será por eso que,
con quince y diecisiete años recién cumplidos, mis hijas no tardan mucho en
quedarse dormidas y casi nunca se levantan motu proprio. Excepcionalmente, la
otra noche estuvieron porfiando sobre cuál de las dos debía ocupar el sofá y cuál
el colchón traído desde uno de sus humeantes dormitorios. Y cómo no parecían
estar dispuestas a avenirse, hubo que amenazarlas con mandarlas de regreso a
sus cuartos para que cesara la discusión. A los cinco minutos estaban las dos
dormidas.
Claro
que las discusiones a la hora de irse a dormir por causa del calor no son
patrimonio de nadie. Cuando llega esta época, mi mujer suele quejarse del
inconveniente añadido que supone compartir el lecho conmigo. La primera
cuestión que se plantea es la razón por la que yo duermo al lado de la ventana,
lo cual supone una ventaja indudable porque el aire, aunque sea un soplo de aire
abrasador, me llega a mí primero, que, además, como suelo dormir de costado,
con mi postura insolidaria provoco lo que se conoce como ‘efecto muro’; lo cual
hace que mi cónyuge no pueda beneficiarse ni de esa miserable brisa.
La
segunda cuestión tiene que ver con una propiedad que mi cuerpo tiene desde hace
tiempo pero de la que no era consciente, y es la de producir un calor semejante
al de una estufa en combustión, que calienta rápidamente cualquier superficie,
tejido u objeto que entre en contacto con él. Dicho así, me hace parecer una
especie de superhéroe, algo parecido a la Antorcha Humana, pero con todos sus
inconvenientes y ninguna de sus ventajas. Es decir, el resto de la humanidad, y mi pareja en particular, me considera un mutante, un bicho raro víctima de algún
experimento científico que se salió de madre y que deambula tristemente por la
ciudad utilizando su superpoder para martirizar a su pareja por la noche y para
calentar la taza de café que un camarero con sus mismos prejuicios me pueda
servir en alguna miserable cafetería en la que se me ocurra detenerme por la mañana
antes de llegar a la oficina.
Lo
que nadie parece comprender es el tormento que puede llegar a sufrir alguien
con esa cualidad. Pero, imaginemos por un momento cómo debe sentirse un ser
vivo (no una estrella lejana, un trozo de carbón, o la brasa de un cigarrillo)
capaz de emitir calor con esa intensidad, teniendo en cuenta además que no hace
falta que se enfade o su estado de ánimo se vea alterado por algún hecho excepcional,
de manera espontánea. Lo cual me recuerda que, en algún lugar de las praderas
del Oeste americano, existe una raza canina cuya elevada temperatura corporal
hacía que los indios utilizaran a estos perros colocándolos a los pies del
lecho. Prefiero no pensar lo que hacían con ellos en verano, después de que los
animalitos se hubieran acostumbrado a ser admitidos en el tipee durante las
frías noches de invierno.
Bueno,
pues a mí me pasa algo parecido. En verano soy un incordio cuya proximidad resulta
difícil de soportar, que, al parecer, va dejando un rastro de lava ardiente en los
lugares en los que se sienta a descansar. Pero, ¡ah, en invierno! Cuando
empieza a hacer frío de verdad, a todos los miembros de mi familia les encanta darme
la mano o cogerme del brazo. Y, por la noche, cuando estoy desprevenido, tratando
de conciliar el sueño después de haber logrado que los pies se me calienten por
fin (nadie ha dicho que el efecto térmico sea inmediato) Icewoman pone, de
improviso, los suyos encima de los míos, y un frío letal me sube por las
piernas, revertiendo el proceso por la vía rápida. Además, sucede que ese
contacto, que hace entrar en calor a quien tan sibilinamente se me aproxima en
las más crudas noches de invierno, puede dejarme helado, neutralizando mis superpoderes
durante un buen rato.
Así
que, visto lo visto, y ante la incomprensión de mis semejantes, he decidido
renunciar a mis superpoderes y comprarme un perro de esos que usaban los indios
de las praderas como bolsa de agua caliente. De esa manera, mis semejantes
dejarán de apartarse de mí en verano y el camarero empezará a servirme el café
caliente y también dejará de mirarme de soslayo mientras sujeto la taza con las
dos manos. Y, en invierno, pues bueno, espero que Icewoman no le provoque al
perro una hipotermia. Pero, llegado el caso, mejor el perro que yo.