jueves, 16 de agosto de 2018

Calor humano


            Hemos regresado de nuestro segundo periodo vacacional y, afortunadamente, aunque hace calor, luego refresca y se puede conciliar el sueño. Aun así, alguna noche hemos tenido que tomar medidas excepcionales y mis dos hijas han emigrado al salón desde sus cuartos, recalentados por el sol que da en esa pared de la casa desde primeras horas de la tarde.
            De todas formas, solo un niño duerme mejor que un adolescente. Será por eso que, con quince y diecisiete años recién cumplidos, mis hijas no tardan mucho en quedarse dormidas y casi nunca se levantan motu proprio. Excepcionalmente, la otra noche estuvieron porfiando sobre cuál de las dos debía ocupar el sofá y cuál el colchón traído desde uno de sus humeantes dormitorios. Y cómo no parecían estar dispuestas a avenirse, hubo que amenazarlas con mandarlas de regreso a sus cuartos para que cesara la discusión. A los cinco minutos estaban las dos dormidas.
            Claro que las discusiones a la hora de irse a dormir por causa del calor no son patrimonio de nadie. Cuando llega esta época, mi mujer suele quejarse del inconveniente añadido que supone compartir el lecho conmigo. La primera cuestión que se plantea es la razón por la que yo duermo al lado de la ventana, lo cual supone una ventaja indudable porque el aire, aunque sea un soplo de aire abrasador, me llega a mí primero, que, además, como suelo dormir de costado, con mi postura insolidaria provoco lo que se conoce como ‘efecto muro’; lo cual hace que mi cónyuge no pueda beneficiarse ni de esa miserable brisa.
            La segunda cuestión tiene que ver con una propiedad que mi cuerpo tiene desde hace tiempo pero de la que no era consciente, y es la de producir un calor semejante al de una estufa en combustión, que calienta rápidamente cualquier superficie, tejido u objeto que entre en contacto con él. Dicho así, me hace parecer una especie de superhéroe, algo parecido a la Antorcha Humana, pero con todos sus inconvenientes y ninguna de sus ventajas. Es decir, el resto de la humanidad, y mi pareja en particular, me considera un mutante, un bicho raro víctima de algún experimento científico que se salió de madre y que deambula tristemente por la ciudad utilizando su superpoder para martirizar a su pareja por la noche y para calentar la taza de café que un camarero con sus mismos prejuicios me pueda servir en alguna miserable cafetería en la que se me ocurra detenerme por la mañana antes de llegar a la oficina.
            Lo que nadie parece comprender es el tormento que puede llegar a sufrir alguien con esa cualidad. Pero, imaginemos por un momento cómo debe sentirse un ser vivo (no una estrella lejana, un trozo de carbón, o la brasa de un cigarrillo) capaz de emitir calor con esa intensidad, teniendo en cuenta además que no hace falta que se enfade o su estado de ánimo se vea alterado por algún hecho excepcional, de manera espontánea. Lo cual me recuerda que, en algún lugar de las praderas del Oeste americano, existe una raza canina cuya elevada temperatura corporal hacía que los indios utilizaran a estos perros colocándolos a los pies del lecho. Prefiero no pensar lo que hacían con ellos en verano, después de que los animalitos se hubieran acostumbrado a ser admitidos en el tipee durante las frías noches de invierno.
            Bueno, pues a mí me pasa algo parecido. En verano soy un incordio cuya proximidad resulta difícil de soportar, que, al parecer, va dejando un rastro de lava ardiente en los lugares en los que se sienta a descansar. Pero, ¡ah, en invierno! Cuando empieza a hacer frío de verdad, a todos los miembros de mi familia les encanta darme la mano o cogerme del brazo. Y, por la noche, cuando estoy desprevenido, tratando de conciliar el sueño después de haber logrado que los pies se me calienten por fin (nadie ha dicho que el efecto térmico sea inmediato) Icewoman pone, de improviso, los suyos encima de los míos, y un frío letal me sube por las piernas, revertiendo el proceso por la vía rápida. Además, sucede que ese contacto, que hace entrar en calor a quien tan sibilinamente se me aproxima en las más crudas noches de invierno, puede dejarme helado, neutralizando mis superpoderes durante un buen rato.
            Así que, visto lo visto, y ante la incomprensión de mis semejantes, he decidido renunciar a mis superpoderes y comprarme un perro de esos que usaban los indios de las praderas como bolsa de agua caliente. De esa manera, mis semejantes dejarán de apartarse de mí en verano y el camarero empezará a servirme el café caliente y también dejará de mirarme de soslayo mientras sujeto la taza con las dos manos. Y, en invierno, pues bueno, espero que Icewoman no le provoque al perro una hipotermia. Pero, llegado el caso, mejor el perro que yo.