jueves, 11 de agosto de 2016

Espíritu Olímpico

            Desde que comenzaron las Olimpiadas de Río, resulta prácticamente imposible poner la televisión o abrir un periódico, sin que las noticias sobre los logros deportivos de las delegaciones de los distintos países participantes nos inunden con records del mundo, marcas estratosféricas o el esperado debut del equipo de alguna superpotencia llamado a hacer historia apabullando a sus modestos rivales.
            
           Televisión Española está haciendo además un seguimiento exhaustivo de la participación de nuestros deportistas, aún en disciplinas en las que no descollamos precisamente por nuestro potencial. Con lo cual, en un día malo, es posible encontrarse con una sucesión de debacles en otras tantas pruebas de clasificación, que nos dejan al borde de la depresión y a la espera de que algún tirador anónimo nos saque del foso más profundo del medallero.
           
          Aun así, esa saturación olímpica es preferible mil veces a las anodinas noticias estivales a que nos tienen acostumbrados las televisiones sobre pretemporadas y torneos de verano de los equipos de fútbol nacionales y los insoportables culebrones a propósito de los fichajes multimillonarios de jugadores que, cuando ya se han asentado en nuestro país, no tardan en volver a la primera plana, aunque esta vez por fraudes fiscales y otros comportamientos poco deportivos en relación con sus obligaciones tributarias o las de los clubes que los ficharon pagando unos precios inmorales por su traspaso.

            A propósito de los deportistas acomodados, llama la atención la prematura eliminación de algunos de ellos, en cuanto les toca salir a la pista a competir con otros, debutantes o no, pero seguramente mucho más imbuidos del espíritu olímpico que, se supone, debería presidir cualquier competición deportiva; o, al menos, con suficiente pundonor como para dejarse la piel en el intento de superar a sus rivales y representar dignamente a los países bajo cuya bandera desfilaron el día de la ceremonia inaugural de los Juegos.

            Aunque hay que reconocer que, hasta para eso, somos especiales. Así, en cualquier retransmisión, a poco que las cámaras se detengan en la grada, es posible identificar a los seguidores de cualquier país exhibiendo banderas y que, con frecuencia, aparecen ataviados o, en el peor de los casos, pintarrajeados con los colores nacionales. Sin embargo, cuando está en competición un deportista español, resulta habitual ver enseñas autonómicas que alguien agita compulsivamente, o incluso camisetas de uno de esos equipos de fútbol cuyas gestas veraniegas tratan de colarse, también estos días, en el tiempo dedicado al deporte de los noticiarios televisivos.

            A pesar de todo, me gustan los Juegos Olímpicos, y disfruto con la competición casi en cualquier disciplina. Me gusta ver a los nadadores rompiendo la superficie del agua de la piscina en cada brazada o impulsándose con la energía de leones marinos, mientras el pabellón estalla en gritos de ánimo, vítores y aclamaciones. Me fascina la belleza escultural de la gimnasia deportiva, el equilibrio y la armonía del cuerpo humano de los gimnastas en movimiento, asumiendo el riesgo que entraña desafiar osadamente a la gravedad y las leyes de la física en busca de esa perfección estética. La tensión competitiva de los deportes de equipo me impide, estos días, dormir la siesta y me hace incorporarme en la butaca cuando el esfuerzo colectivo culmina con éxito, quebrando la confianza del rival y haciendo aflorar las emociones. Y me admira la capacidad de sacrificio de los atletas para afrontar el dolor en busca de los límites de su resistencia física y mental.

            Me imagino que, naturalmente, es fácil hacer una lectura distinta de todo ese espectáculo mediático, y pensar que, algunas veces, detrás de esos logros se esconden prácticas abusivas, el recurso a sustancias dopantes, hombres y mujeres sometidos a una disciplina que los privó de su infancia o de su juventud, y que la competición siempre es desigual, porque no todos parten de la misma línea de salida ni tienen, realmente, las mismas oportunidades de conquistar la gloria. Pero aun así, pienso que el espectáculo merece la pena y la competición, también a veces, da una oportunidad a los valientes, a los que creyeron y lucharon por ganar. Y, cuando eso sucede, cuando alguien compitiendo limpiamente, conquista esa corona y se asoma a ese escenario para mostrarnos su entrega, su capacidad de sacrificio y su determinación para lograr esa meta, es imposible no emocionarse y reconocer el valor de su gesta.