domingo, 15 de enero de 2023

El portero y la cantante

 

            Probablemente, ninguno de nosotros saldría indemne si fuese sometido a un espionaje concienzudo por cualquier servicio de inteligencia, porque, cuando creemos que nadie más que nuestro o nuestros interlocutores más cercanos escuchan lo que expresamos libremente, sobre todo en nuestra esfera más íntima, podemos decir en voz alta cosas que, si lo pensamos bien, no querríamos que escuchase cualquiera o por lo menos la persona o personas a las que criticamos o sobre las que vertimos espontáneamente nuestra opinión sin medir las palabras ni templar nuestro discurso.

            Pero la esfera privada de cada uno está, entre otras cosas, para eso, para expresarse libremente y, en un momento dado, poder dar rienda suelta a nuestra frustración, nuestro enfado o, a veces, a la burla o la crítica más descarnada. Por eso, también hay que ser consciente de que cuando nos pitan los oídos es porque, probablemente, a esa hora alguien esté opinando con la misma libertad sobre nosotros.

            En un par de ocasiones, yo mismo he tenido la oportunidad de comprobar empíricamente la anterior afirmación. Esto es, escuchar lo que otros tenían que decir cuando creían erróneamente que yo no estaba de por medio. Y no es que me hubiera escondido o estuviera al acecho para cazar el contenido de una conversación privada, sino que el azar se confabuló con la imprudencia y el resultado, como cualquiera puede imaginar, fue una súbita revelación de lo que esa o esas personas opinaban sobre mí o sobre alguna cuestión relacionada conmigo.

Aunque, si he de ser sincero, nada de lo que escuché me sorprendió demasiado, porque, al menos en esos casos particulares, era bastante consciente de lo que rondaba por la cabeza de quienes participaban en el parlamento secreto y, de hecho, cómo no me apetecía escucharlo, incluso traté sutil e infructuosamente de alertarles de mi presencia. Aunque es verdad que, en otras circunstancias, la imprudencia puede colocarnos a tiro de piedra de cualquier cíclope enfurecido. Y, si no, que se lo digan a Ulises.

El problema es que hay personas que no saben diferenciar entre la esfera privada y la pública, o no son conscientes de la repercusión que puede tener expresarse de determinada forma cuando se está sometido a un escrutinio mediático que multiplica los efectos del mensaje que se transmite. Y así, las redes sociales pueden llenarse de mensajes, implícitos o explícitos, sobre lo que cada cual opina de cada quien, ya se trate de amigos, enemigos, novios, novias, exparejas o sus respectivas familias. Pero lo peor es cuando alguien señalado hace suya esa manera de proceder o proclama a los cuatro vientos su despecho.

Por poner solo dos ejemplos, hace unas semanas, la selección argentina de fútbol se proclamaba, con todo merecimiento, campeona del mundo en el mundial de Qatar, tras superar en la tanda de penaltis al equipo de Francia. Y en la ceremonia de entrega de trofeos, se concedió el guante de oro como mejor portero del torneo al guardameta argentino, Emiliano ‘Dibu’ Martínez, que, tras recoger el galardón, con un gesto obsceno, se llevó el trofeo a la entrepierna. Todo ello en presencia de anfitriones, autoridades, del delantero del equipo rival, galardonado a su vez como máximo goleador del campeonato, y cuando la ceremonia estaba siendo seguida por millones de personas en todo el mundo.

Ese desafortunado incidente, que si se hubiese producido en el vestuario no pasaría de ser una anécdota, no sólo empaña el éxito obtenido, sino que constituye, a mi juicio, un ejemplo de la manera en que no se debe celebrar una victoria, ya sea en el campeonato del mundo de fútbol, en unas elecciones municipales o en un torneo infantil de tres en raya. Dicho lo cual, no resulta difícil imaginar que, por el escenario en que se produjo, corremos el riesgo de que muchos jóvenes tengan la tentación de imitarlo, echando por la borda todos los valores que se supone que se les pretende inculcar a través del deporte, todo aquello del respecto al adversario, y de la necesidad de saber perder, pero también de saber ganar.

El otro ejemplo que se me viene a la cabeza, aunque está en todas partes, es el último tema de la cantante Shakira, en el que parece saldar cuentas con su exmarido, el jugador de fútbol Gerard Pique. La historia de la música está plagada de temas inspirados en el desamor, y rupturas, desengaños y traiciones han inspirado hermosísimas, emotivas o desgarradoras canciones (‘Cuando un hombre ama a una mujer’ de Percy Sledge), aunque este no sea el caso. Y no es que yo crea que, en estas circunstancias, una canción tenga que convertirse necesariamente en un lamento y no pueda ser una oportunidad para reivindicarse tras una ruptura (‘Sobreviviré’ de Gloria Gaynor) o denostar el comportamiento del otro, o que no se pueda ironizar o reírse incluso a costa de uno mismo (’19 días y 500 noches’ de Joaquín Sabina), pero también esto hay que saber hacerlo. Porque, de lo contrario, el resultado se parece bastante a esas reacciones en las que la inmadurez empuja a los adolescentes, y no pocas veces a los adultos, a exponer públicamente lo que no concierne a nadie que no sea alguno de los involucrados.

Visto el espectáculo y su repercusión mediática, solo cabe preguntarse si nos gustaría que nuestros hijos reaccionasen así en el caso de sufrir un desengaño o una traición o preferiríamos que, en lugar de buscar apoyos a su causa en las redes y en los medios, desacreditándose mientras trataban de desacreditar al otro, tratasen de sobreponerse a las heridas en privado, recuperar la serenidad y salir airosos del trance para reemprender el camino y poder dejar atrás el dolor y la inevitable sensación de fracaso. Por eso me parece desafortunado el comportamiento, que probablemente muchos no tardarán en imitar y más lamentable todavía que otros famosos lo aplaudan, calificando de ‘temazo’ una más que mediocre canción, inspirada por el despecho, que, pretendiendo pasar factura, victimiza a quien la interpreta al tiempo que invita a otros a seguir su lamentable ejemplo.