Probablemente,
ninguno de nosotros saldría indemne si fuese sometido a un espionaje
concienzudo por cualquier servicio de inteligencia, porque, cuando creemos que
nadie más que nuestro o nuestros interlocutores más cercanos escuchan lo que
expresamos libremente, sobre todo en nuestra esfera más íntima, podemos decir
en voz alta cosas que, si lo pensamos bien, no querríamos que escuchase
cualquiera o por lo menos la persona o personas a las que criticamos o sobre
las que vertimos espontáneamente nuestra opinión sin medir las palabras ni
templar nuestro discurso.
Pero
la esfera privada de cada uno está, entre otras cosas, para eso, para
expresarse libremente y, en un momento dado, poder dar rienda suelta a nuestra
frustración, nuestro enfado o, a veces, a la burla o la crítica más descarnada.
Por eso, también hay que ser consciente de que cuando nos pitan los oídos es
porque, probablemente, a esa hora alguien esté opinando con la misma libertad
sobre nosotros.
En
un par de ocasiones, yo mismo he tenido la oportunidad de comprobar
empíricamente la anterior afirmación. Esto es, escuchar lo que otros tenían que
decir cuando creían erróneamente que yo no estaba de por medio. Y no es que me
hubiera escondido o estuviera al acecho para cazar el contenido de una conversación
privada, sino que el azar se confabuló con la imprudencia y el resultado, como
cualquiera puede imaginar, fue una súbita revelación de lo que esa o esas
personas opinaban sobre mí o sobre alguna cuestión relacionada conmigo.
Aunque, si he de ser sincero,
nada de lo que escuché me sorprendió demasiado, porque, al menos en esos casos particulares,
era bastante consciente de lo que rondaba por la cabeza de quienes participaban
en el parlamento secreto y, de hecho, cómo no me apetecía escucharlo, incluso
traté sutil e infructuosamente de alertarles de mi presencia. Aunque es verdad
que, en otras circunstancias, la imprudencia puede colocarnos a tiro de piedra
de cualquier cíclope enfurecido. Y, si no, que se lo digan a Ulises.
El problema es que
hay personas que no saben diferenciar entre la esfera privada y la pública, o
no son conscientes de la repercusión que puede tener expresarse de determinada
forma cuando se está sometido a un escrutinio mediático que multiplica los
efectos del mensaje que se transmite. Y así, las redes sociales pueden llenarse
de mensajes, implícitos o explícitos, sobre lo que cada cual opina de cada
quien, ya se trate de amigos, enemigos, novios, novias, exparejas o sus
respectivas familias. Pero lo peor es cuando alguien señalado hace suya esa
manera de proceder o proclama a los cuatro vientos su despecho.
Por poner solo dos
ejemplos, hace unas semanas, la selección argentina de fútbol se proclamaba,
con todo merecimiento, campeona del mundo en el mundial de Qatar, tras superar
en la tanda de penaltis al equipo de Francia. Y en la ceremonia de entrega de
trofeos, se concedió el guante de oro como mejor portero del torneo al
guardameta argentino, Emiliano ‘Dibu’ Martínez, que, tras recoger el galardón,
con un gesto obsceno, se llevó el trofeo a la entrepierna. Todo ello en
presencia de anfitriones, autoridades, del delantero del equipo rival,
galardonado a su vez como máximo goleador del campeonato, y cuando la ceremonia
estaba siendo seguida por millones de personas en todo el mundo.
Ese desafortunado
incidente, que si se hubiese producido en el vestuario no pasaría de ser una
anécdota, no sólo empaña el éxito obtenido, sino que constituye, a mi juicio,
un ejemplo de la manera en que no se debe celebrar una victoria, ya sea en el
campeonato del mundo de fútbol, en unas elecciones municipales o en un torneo
infantil de tres en raya. Dicho lo cual, no resulta difícil imaginar que, por
el escenario en que se produjo, corremos el riesgo de que muchos jóvenes tengan
la tentación de imitarlo, echando por la borda todos los valores que se supone
que se les pretende inculcar a través del deporte, todo aquello del respecto al
adversario, y de la necesidad de saber perder, pero también de saber ganar.
El otro ejemplo que
se me viene a la cabeza, aunque está en todas partes, es el último tema de la
cantante Shakira, en el que parece saldar cuentas con su exmarido, el jugador
de fútbol Gerard Pique. La historia de la música está plagada de temas
inspirados en el desamor, y rupturas, desengaños y traiciones han inspirado
hermosísimas, emotivas o desgarradoras canciones (‘Cuando un hombre ama a una mujer’ de Percy Sledge), aunque este no
sea el caso. Y no es que yo crea que, en estas circunstancias, una canción
tenga que convertirse necesariamente en un lamento y no pueda ser una
oportunidad para reivindicarse tras una ruptura (‘Sobreviviré’ de Gloria Gaynor) o denostar el comportamiento del
otro, o que no se pueda ironizar o reírse incluso a costa de uno mismo (’19 días y 500 noches’ de Joaquín
Sabina), pero también esto hay que saber hacerlo. Porque, de lo contrario, el
resultado se parece bastante a esas reacciones en las que la inmadurez empuja a
los adolescentes, y no pocas veces a los adultos, a exponer públicamente lo que
no concierne a nadie que no sea alguno de los involucrados.
Visto el espectáculo
y su repercusión mediática, solo cabe preguntarse si nos gustaría que nuestros
hijos reaccionasen así en el caso de sufrir un desengaño o una traición o
preferiríamos que, en lugar de buscar apoyos a su causa en las redes y en los
medios, desacreditándose mientras trataban de desacreditar al otro, tratasen de
sobreponerse a las heridas en privado, recuperar la serenidad y salir airosos
del trance para reemprender el camino y poder dejar atrás el dolor y la
inevitable sensación de fracaso. Por eso me parece desafortunado el comportamiento,
que probablemente muchos no tardarán en imitar y más lamentable todavía que
otros famosos lo aplaudan, calificando de ‘temazo’ una más que mediocre canción,
inspirada por el despecho, que, pretendiendo pasar factura, victimiza a quien
la interpreta al tiempo que invita a otros a seguir su lamentable ejemplo.