domingo, 1 de septiembre de 2019

La vida en tiempos de Instagram


            Este verano he estrenado mi cuenta de Instagram. Me la había creado por mero accidente hace unos meses y, hasta ahora, solo me había servido para dar ‘likes’ a mis hijas cuando subían alguna publicación. Es lo menos que se espera de un padre que quiera reforzar la autoestima de sus vástagos, pero también lo más. Hacer comentarios a las publicaciones o extralimitarse mandando corazones o algún otro icono al uso, está estrictamente prohibido porque produce el efecto contrario. Y es que eso de que tus progenitores te jaleen mucho en redes sociales no mola nada y te convierte en una especie de pardillo.
            Cuando te haces instagramer, lo primero que tienes que decidir es que clase de imágenes quieres subir a la red. Puedes, por ejemplo, hacerlo de fotos de ti mismo en lugares emblemáticos, o sencillamente de ti mismo (si eres famoso) o con tus amigos (especialmente si tienes algún amigo famoso), de tu familia o de tu perro. Pero, a pesar de que solo tengo tres seguidores, no pretendía convertir mi Instagram en una especie de álbum fotográfico familiar ni publicar imágenes de amigos a los que, a lo mejor, no les apetecería que fotos en las que aparecen retratados espontáneamente se muestren en un escaparate. Además, no tengo perro y, sí lo tuviera, creo que no le haría fotografías; ya me cuesta bastante que mi familia sonría de forma natural en las fotos.
            Hay perfiles de Instagram realmente originales o bonitos. En alguna ocasión he visto en prensa alguna reseña de usuarios particularmente talentosos, como la de una chica que lleva un año viajando por Asia y que publica fotografías de las acuarelas que pinta de los lugares que ha visitado o de las cosas que ha visto; o de un dibujante de anime que publica ilustraciones realizadas a partir de los dibujos infantiles que hacen sus hijos; o también de un fotógrafo que busca pianos abandonados en castillos y palacios.
            Por mi parte, dado que hace tiempo que no cojo un lápiz como no sea para hacer anotaciones en la carpetilla de un expediente judicial y no tengo muchos palacios que poder explorar en las proximidades de mi domicilio, he optado por publicar fotografías de los lugares que he visitado este verano. Y no debo haber elegido las peores porque todas mis publicaciones han recibido ‘likes’ de mis tres seguidoras.
            El inconveniente es que es posible que tarde en subir nuevas publicaciones, y que probablemente no lo haga hasta que vuelva a irme de vacaciones, salvo que me compre un perro y consiga hacerle sonreír con naturalidad o aprenda a pintar a la acuarela; lo que resulta poco probable, aunque no imposible (he visto vídeos en internet de perros que sonríen de forma inquietante).
Aunque, por otra parte, siempre tengo la posibilidad de fotografiar los lugares que frecuento cuando no estoy de viaje y que me resultan inspiradores, además de formar parte de mi existencia cotidiana. En los tiempos de Instagarm, nadie presumiría de una terraza desierta en la que acaba de recoger la colada; pero si, esa tarde, sobre el cielo aparecen desparramados todos los tonos pastel que el pintor más avezado pudiera mezclar en su paleta, y me he dejado los pinceles en casa y no tengo tiempo de ir a buscarlos, tal vez una fotografía pueda impedir que ese momento concreto se pierda sin remedio.