Este
verano he estrenado mi cuenta de Instagram. Me la había creado por mero
accidente hace unos meses y, hasta ahora, solo me había servido para dar ‘likes’
a mis hijas cuando subían alguna publicación. Es lo menos que se espera de un padre
que quiera reforzar la autoestima de sus vástagos, pero también lo más. Hacer
comentarios a las publicaciones o extralimitarse mandando corazones o algún
otro icono al uso, está estrictamente prohibido porque produce el efecto
contrario. Y es que eso de que tus progenitores te jaleen mucho en redes
sociales no mola nada y te convierte en una especie de pardillo.
Cuando
te haces instagramer, lo primero que tienes que decidir es que clase de
imágenes quieres subir a la red. Puedes, por ejemplo, hacerlo de fotos de ti
mismo en lugares emblemáticos, o sencillamente de ti mismo (si eres famoso) o
con tus amigos (especialmente si tienes algún amigo famoso), de tu familia o de
tu perro. Pero, a pesar de que solo tengo tres seguidores, no pretendía
convertir mi Instagram en una especie de álbum fotográfico familiar ni publicar
imágenes de amigos a los que, a lo mejor, no les apetecería que fotos en las
que aparecen retratados espontáneamente se muestren en un escaparate. Además,
no tengo perro y, sí lo tuviera, creo que no le haría fotografías; ya me cuesta
bastante que mi familia sonría de forma natural en las fotos.
Hay
perfiles de Instagram realmente originales o bonitos. En alguna ocasión he visto
en prensa alguna reseña de usuarios particularmente talentosos, como la de una
chica que lleva un año viajando por Asia y que publica fotografías de las
acuarelas que pinta de los lugares que ha visitado o de las cosas que ha visto;
o de un dibujante de anime que publica ilustraciones realizadas a partir de los
dibujos infantiles que hacen sus hijos; o también de un fotógrafo que busca
pianos abandonados en castillos y palacios.
Por
mi parte, dado que hace tiempo que no cojo un lápiz como no sea para hacer
anotaciones en la carpetilla de un expediente judicial y no tengo muchos palacios
que poder explorar en las proximidades de mi domicilio, he optado por publicar
fotografías de los lugares que he visitado este verano. Y no debo haber elegido
las peores porque todas mis publicaciones han recibido ‘likes’ de mis tres
seguidoras.
El
inconveniente es que es posible que tarde en subir nuevas publicaciones, y que
probablemente no lo haga hasta que vuelva a irme de vacaciones, salvo que me
compre un perro y consiga hacerle sonreír con naturalidad o aprenda a pintar a
la acuarela; lo que resulta poco probable, aunque no imposible (he visto vídeos
en internet de perros que sonríen de forma inquietante).
Aunque, por otra
parte, siempre tengo la posibilidad de fotografiar los lugares que frecuento cuando
no estoy de viaje y que me resultan inspiradores, además de formar parte de mi
existencia cotidiana. En los tiempos de Instagarm, nadie presumiría de una
terraza desierta en la que acaba de recoger la colada; pero si, esa tarde, sobre
el cielo aparecen desparramados todos los tonos pastel que el pintor más
avezado pudiera mezclar en su paleta, y me he dejado los pinceles en casa y no
tengo tiempo de ir a buscarlos, tal vez una fotografía pueda impedir que ese
momento concreto se pierda sin remedio.