Han bastado apenas unos
días desde que el rey Carlos III sucediera a Isabel II en el trono de
Inglaterra para que algunos gestos del nuevo monarca captados subrepticiamente
por cámaras y micrófonos hayan llamado la atención de sus súbditos de la Commonwealth y, de paso, de otros
muchos ciudadanos de todo el mundo libre, provocando una cascada de reacciones,
juicios de valor y conjeturas sobre el carácter del joven rey y también de
presagios acerca del futuro de la corona.
Y es que algunos han
aprovechado estos incidentes para retratar a Carlos III como un viejo
cascarrabias que, además de no saber muy bien el día en el que vive, tiende a
mostrarse contrariado cada vez que tiene que usar una pluma estilográfica,
aunque sea para estampar su firma en un libro de visitas, cuando el artilugio no se limita a cumplir con su cometido
y, además de dejar constancia de los errores del monarca, derrama su contenido
mancillando la piel de su majestad y quién sabe si su regio atuendo.
Me parece increíble hasta dónde puede llegar la
maledicencia del populacho y el poco respeto que se tiene hoy en día por las
instituciones. Estoy seguro de que si se hubiese tratado de cualquier otro Jefe
del Estado, elegido tras un proceso democrático, nadie le habría dado la menor
importancia. Pero claro, como se trata de una institución a la que se accede
por derecho de sangre, todos los plebeyos al sur del castillo de Hillsborough,
tienen que dar una opinión que nadie les ha pedido sobre un incidente sin
importancia, en el que su majestad se limitó a mostrar su contrariedad, tomando
dos veces el nombre de Dios en vano (que por algo es rey por la gracia de Dios)
y manifestando que odiaba este tipo de incidente porque era asqueroso. Vamos,
algo así, dicho en castellano, como “¡jolines cómo me he puesto, qué
asquete me da mancharme de tinta!”.
Además, cualquiera con un mínimo de
empatía es capaz de comprender que empezar a trabajar, quiero decir, asumir tan
alta representación a una edad cumplida la cual la mayoría de la población está
disfrutando de la jubilación es algo difícil de asimilar de la noche a la
mañana hasta para el duque de Cornualles y príncipe de Gales.
Porque, vamos
a ver, poniéndonos por un momento en su pellejo, imaginemos que nuestra madre o
nuestro padre ha estado al frente del negocio familiar desde que somos capaces
de recordar, haciendo todo el trabajo y cumpliendo escrupulosamente con sus
obligaciones y, un buen día, después de haber disfrutado de una apacible
jornada de caza en Sandringham House, con 73 añitos recién cumplidos, alguien nos espeta que al día siguiente
hay que ponerse el traje de faena y acudir a la oficina para hacerse cargo de
la empresa.
Pero si a mí, que no tengo el
cuerpo tan castigado de jugar al polo, me dan escalofríos cada vez que oigo al
Ministro de Seguridad Social hablar de la necesidad de seguir la tendencia
europea y trabajar cada vez más hasta los 70 o 75 años. Me imagino la reacción
que me produciría recibir una carta del ministerio la víspera de mi jubilación,
diciéndome que tenía que seguir prestando servicios durante diez años más.
Odiaría el bolígrafo, al que por cierto últimamente se le sale la tinta y me
deja los dedos con el aspecto de los de un carbonero, el ratón, el teclado, la
pantalla del ordenador y todas esas malditas cosas con las que iba a tener que
estar bregando hasta el fin de mi vida útil, y empezaría a ver mi despacho como un
lugar asqueroso, me pondría de muy mala gana la cochina toga y me iría al día
siguiente al trabajo maldiciendo al ministro de asquerosidad social.