viernes, 27 de mayo de 2016

Toda una mujer

            Llevo tres semanas sin escribir y hoy me he propuesto hacerlo sin más demora. Más que nada porque, si no lo hago tampoco esta semana, corro el riesgo de perder el hábito de hacerlo, pues ya sabemos que los humanos somos animales de costumbres y todo lo que no conseguimos integrar de una u otra manera en nuestra rutina, tendemos a desatenderlo. Y también porque, supongo que como a cualquiera, me apetece, de vez en cuando, dejar de lado mis ocupaciones y sentarme a pasar la tarde leyendo un rato o viendo la televisión, sin obligarme a reflexionar en voz alta sobre un tema concreto.

            De hecho, a veces, esto es lo más difícil. Encontrar algo de qué hablar, que, además de interesarnos a nosotros mismos, pueda captar, aunque sea momentáneamente, la atención de aquellos a quienes queremos hacer partícipes de nuestra reflexión.

            El otro día, compartía un artículo sobre Mary Beard, la ganadora del premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. Una brillante historiadora a la que algunos se atrevieron a criticar e insultar por su aspecto físico, precisamente cuando empezaba a adquirir notoriedad con motivo de su participación en un programa televisivo.

            Y pensaba que es curioso cómo, en nuestra sociedad, se tiende a denostar a las mujeres, en ocasiones por ser guapas o arreglarse demasiado, presuponiendo, por ejemplo, que a la vez de rubias deben de ser tontas; pero también cuando alguien o el gran público las juzga feas o faltas de gusto estético; tratando de hacerlas de menos tanto sí descuellan por su aspecto físico como cuando lo hacen por su brillantez intelectual.

            La desconsideración surge así de improviso cuando se trata de juzgar a alguien, particularmente sí se trata de una mujer. Cosa que no se suele hacer desde parámetros objetivos, sino recurriendo a comentarios jocosos, poco respetuosos o al lenguaje directamente injurioso. Todo ello amplificado por el uso de las redes sociales.

            Lo peor de todo es, no obstante, que a este tipo de actitudes están expuestas también las mujeres anónimas que, a lo mejor, no destacan por poseer un físico impactante ni tampoco necesariamente por su erudición. Pueden ser personas corrientes, pero igualmente expuestas al juicio de tipos desaprensivos o de sus propias compañeras de trabajo, e, incluso, de sus compañeros y compañeras de colegio. Y creo que esto es lo peor de todo, porque puede hacer que muchas de esas mujeres que podrían ser brillantes, aunque no llegasen a adquirir notoriedad o convertirse celebridades, se convenzan a sí mismas de que la mejor manera de evitar ese tipo de afrentas sea pasar desapercibidas, no explotar su potencial o renunciar a decir libremente y en voz alta no solo lo que saben, sino también lo que piensan.

            Por eso, necesitamos ejemplos como los de esa historiadora, capaz de elevarse por encima del común de sus congéneres, no solo destacando en el campo de la investigación o de la ciencia, sino también a la hora de defender su dignidad como mujer y como ser humano frente a la actitud de los mediocres que se atrevieron a juzgarla por su aspecto, pero que, seguramente, antes de hacerlo, se sintieron intimidados por su personalidad y su elocuencia.