La
semana que viene se celebra en el Reino Unido el referéndum sobre la salida de
este país de la Unión Europea, con un pronóstico favorable a esta última, a
pesar de las advertencias, de expertos y políticos de uno y otro signo, sobre
las consecuencias que una decisión de ese calibre tendría sobre la economía
británica. Y, unos días más tarde, tendrán lugar en España las segundas
elecciones generales en el plazo de seis meses, después de fracasar
estrepitosamente el intento de formar gobierno durante la breve legislatura
anterior.
A propósito de esto, ayer escuchaba en
la radio la opinión de un politólogo sobre la repercusión que un resultado
favorable a la salida de la Unión Europea en el referéndum inglés pudiera tener
sobre las elecciones en España, aventurando que algún tipo de repercusión
podría darse, bien favoreciendo al partido del gobierno en funciones (entiendo
que ante el vértigo de una deriva semejante en nuestro país, dado el creciente
auge del euroexcepticismo en la sociedad española) o insuflando un nuevo empuje
a aquellos partidos que, en los últimos meses, han venido cuestionando las
políticas de austeridad auspiciadas desde Bruselas (supongo que al grito de ‘sí ellos pueden, nosotros también’).
La
verdad es que, al igual que ese experto, me siento incapaz de aventurar cual
podría ser la influencia sobre el voto nacional de una decisión que, al fin y
al cabo, concierne a los ciudadanos de un país cuya circunstancia histórica y
política me parece que tiene poco o muy poco que ver con la nuestra. Y pienso
que probablemente no tenga ninguna repercusión apreciable, porque aquellos que
han decidido no apoyar al partido gubernamental no van a acudir a votar, ni
mucho menos cambiar el sentido de su voto, porque un país de la Unión decida
salirse de ella; y, si acaso, lo harían una vez constatados los resultados de
tan presuntamente funesta decisión y ante una amenaza inminente de
convocatoria, en España, de un referéndum equivalente por parte de los partidos
opositores, una vez alcanzado el poder. Y otro tanto puede decirse de los
potenciales votantes de estos partidos, pero que todavía no tienen decidido su
voto, a la mayoría de los cuales (aunque de todo hay) no creo que les regocije
especialmente ver como los principios inspiradores del europeísmo se tambalean
ante el empuje de xenófobos y populistas.
Pero, todo esto me hace reflexionar
sobre lo voluble, propensa al desencanto y poco reflexiva que es una buena
parte la opinión pública a la hora de tomar partido o decantarse por una u otra
opción política.
Así, recuerdo que en el 92 había una
especie de fervor europeísta, la gente quería ser europea y la Unión Europea
era lo más; de forma que todo eran parabienes y alabanzas, aunque, realmente,
la mayor parte de la ciudadanía tenía (y todavía hoy tiene) una idea bastante
difusa del funcionamiento de la Unión Europea, de su entramado institucional y
de los mecanismos de toma de decisiones a nivel europeo. Aún así, molaba ser
europeo.
Transcurridos treinta años de nuestra
integración, la Unión Europea es, ahora mismo, lo peor, una especie de cortijo
en el que los gerifaltes de las potencias dominantes imponen el contenido de la
agenda política y económica, ninguneando a los países periféricos e
imponiéndoles rescates bajo unas condiciones draconianas, pisoteando la
soberanía nacional y el orgullo patrio; obligando, al mismo tiempo, a reasentar
en su territorio a una cuota de refugiados inaceptable. Así las cosas, nadie
quiere ser europeo y prefiere ser solo griego, inglés o español (o catalán).
Ya pocos se acuerdan de que gracias,
entre otras cosas, a la construcción europea, hace setenta años que no sufrimos
una guerra en suelo europeo, después de haber pasado por dos conflagraciones
bélicas que arrasaron el continente en menos de treinta años. Ni tampoco
recuerda principios como el de libre circulación de personas o el de igualdad
de trato y no discriminación entre ciudadanos europeos, las ventajas de una
Política de Seguridad Común (ahora que se habla tanto de la amenaza yihadista)
o los beneficios derivados de la creación del Fondo Social Europeo o del Fondo
Europeo de Desarrollo Regional y de las enormes sumas de dinero que
determinados países, entre ellos el nuestro y al margen del uso que se haya
hecho de ellas, han recibido, con cargo a estos y otros fondos comunitarios,
para impulsar el desarrollo de regiones desfavorecidas o fomentar, en general,
la integración y cohesión social. Convendría recordar, por otro lado, que sí
las negociaciones entre la Unión Europea y Estados Unidos en relación al
Tratado Transatlántico de Libre Comercio e Inversión (TTPI) han encallado hace
meses se debe, probablemente entre otros motivos, a que Estados Unidos no
acepta algunos de los estándares de calidad alimentaria que la Unión Europea
exige para la entrada de sus productos en el territorio de la Unión.
Pero, el descontento es lo que tiene.
Cuando nuestras expectativas se ven frustradas, cuando el panorama se vuelve
sombrío y las funestas consecuencias de las decisiones tomadas en el pasado, a
veces de las propias, se vuelven en nuestra contra, el tiempo para la reflexión
se agota rápidamente y se exigen soluciones inmediatas, golpes de timón y
puñetazos encima de la mesa. Y no importa que durante legislaturas se hayan
propiciado, por activa o por pasiva, determinadas políticas gubernamentales;
que se haya asistido de forma impasible a la corrupción de las instituciones o
favorecido mayorías absolutas de partidos que funcionaban, de facto, como una
asociación de malhechores y, últimamente, prórrogas de gobiernos en funciones
que se niegan incluso a someterse al control parlamentario. El hastío y la
desconfianza no se detienen a sopesar las consecuencias de esas otras
decisiones que se toman en caliente, cuando la embarcación empieza a zozobrar,
y lo que nos dicta el instinto es saltar por la borda.