jueves, 27 de octubre de 2022

Dormir, tal vez soñar

 

Cuando mi hija mayor era pequeña, los fines de semana, por la mañana temprano, antes de saltar de la cama y venir en nuestra busca, nos preguntaba a su madre y a mí, que todavía no nos habíamos levantado, sí podía despertarse, aunque obviamente ya estaba despierta. Pero para ella estar despierta era sinónimo de jugar, dibujar, ir al parque, leer un cuento y otra infinidad de cosas que no podía hacer si se quedaba en la cama, que era tanto como estar dormida, y en aquella época mi hija nunca quería irse a dormir

Si se quedaba dormida  era en contra de su voluntad, y, aún después de haberse dormido, había que ser extremadamente cuidadoso para no perturbar su sueño, porque, si abría los ojos, convencerla de que volviera a dormirse era una tarea casi imposible.

Mi hija pequeña, por su parte, solía levantarse por la noche y venía hasta el salón, dónde estábamos su madre y yo viendo la televisión, y se quedaba descalza en el pasillo, observándonos por una rendija detrás de la puerta entreabierta. Siempre llevaba consigo una muñequita de felpa azul que tenía dentro un cascabel y emitía un sonido amortiguado que terminaba delatándola.

Pienso que sentía curiosidad por saber que pasaba en el mundo que ella conocía cuando se apagaba la luz de su habitación y todo quedaba en silencio, como si supiera que, en ese mundo suyo, seguían ocurriendo cosas que desconocía y de las que quería ser participe.

Cuando fueron creciendo, esa necesidad de permanecer despiertas dio paso a una rutina de sueño que coincidió con la de adaptarse al horario escolar, y madrugar dejó de ser una elección libre para convertirse en una obligación. Y todavía lo es ahora que se han hecho mayores, aunque han dejado de luchar contra el sueño y ,a pesar de que no suelen tener prisa por irse a la cama, si las dejas, pueden dormir toda la mañana, incluso estando de vacaciones.

En cuanto a mí, llevo arañándole horas al sueño desde que recuerdo. Inicialmente fueron los estudios los que presidieron mis primeras horas de vigilia. Después, compaginar trabajo y estudio me privó del descanso necesario durante una serie de años en los que sostuve un duelo titánico con Morfeo del que hoy no sería capaz. Más tarde fue la crianza de mis hijas la que presidió mis desvelos. Y, últimamente, la necesidad de dedicar algún momento del día a hacer algo que no sea, de una forma o de otra, en cumplimiento de una obligación, aunque sea una obligación autoimpuesta, me hace perseverar en mi pulso con el dios del sueño.

Pero, además de una lucha desigual, en la que hace tiempo que llevo las de perder, es un empeño inútil, porque, a partir de cierta hora de la noche, me convierto en un adormilado espectador  de cualquier acontecimiento que pueda tener lugar en ese mundo que mi hija anhelaba conocer. Y, por otra parte, hace mucho tiempo que dejé de escuchar el cascabel que, en otra época, ponía alerta mi instinto protector y me impulsaba a coger en brazos aquel cuerpo diminuto, antes de que el frío pudiera causarle ningún daño y depositarlo cuidadosamente en su lecho.

Como consecuencia de lo anterior, me sigo acostando más tarde de lo que debería y me levanto demasiado temprano para alguien que ya no necesita preguntar si puede despertarse, porque sabe a ciencia cierta cuándo está despierto, sino que sólo aspira a descansar media hora más, antes de que la noche se lleve su manto protector y me quede a la intemperie con el primer rayo de luz.

Sin embargo, aunque no me sucede lo mismo a la hora de la siesta, que se ha convertido en una parte imprescindible de mi rutina de sueño bifásico, por la noche, sigo rehuyendo el momento de irme a la cama.

Me he preguntado a menudo porqué  cuando anochece me sigo resistiendo a claudicar ante el sueño, y creo que es porque sé que una vez que me sumerja en la oscuridad, la noche transcurrirá rápidamente y, antes de que se haya desvanecido el último girón de sombra, el despertador tocará a rebato, llamándome a iniciar una jornada llena de incertidumbres.

Pero prefiero mil veces esa incertidumbre relativa a una noche sin estrellas, habitada por terrores que, a veces y a horas intempestivas, se asoman  a la pantalla del televisor y que puedo reconocer aún desde la comodidad de mi butaca y lejos del frente de batalla, de cuya visión siempre quise mantener lejos a mis hijas. Porque sé que, en otro lugar y otro tiempo no demasiado lejanos, las detonaciones sordas, la respiración profunda de los depredadores nocturnos o la fiebre y el delirio nos harían temblar ante un escenario capaz de engullirnos entre los escombros de nuestra propia casa.

Somos afortunados de no temer a las sombras y si acaso sentir una leve inquietud con la primera luz del amanecer, pero levantarnos cada mañana con la sensación de que nos conducirá por un camino seguro.

Mi único anhelo, cuando vencido por el sueño me refugio en la seguridad de mi dormitorio es que, en el futuro, podamos mantener la senda despejada para los que vengan detrás de nosotros, seamos capaces de desvanecer las sombras que nos amenazan más allá del camino y también de proteger a los indefensos que acudan en nuestra busca queriendo participar de lo que sucede en esta parte del mundo y que aguardan al otro lado del umbral, buscando la luz, huyendo de la oscuridad y de todo aquello que nos amenaza desde lo profundo.