lunes, 12 de octubre de 2020

Cuando fuimos los mejores

 

            La semana pasada se jubiló un amigo y colega de profesión. Y, cómo es tradicional, después de vaciar los cajones y recoger la mesa de trabajo, tuvo a bien dirigir por correo electrónico un mensaje de despedida a sus compañeros, antes de abandonar definitivamente el espacio y el tiempo compartidos. Y, en ese último mensaje, quiso tener un recuerdo especial precisamente para sus colegas, los que han vestido con él togas y visitado los mismos estrados (entre los que me gusta pensar que habría querido incluirme, a pesar de que hace tiempo que dejamos de convivir en la misma oficina) diciéndoles sencillamente que eran los mejores.

            No es fácil ser el mejor en algo y probablemente, si se llega a ser el mejor, es mucho más difícil seguir siéndolo durante mucho tiempo. Con el paso de ese tiempo, siempre aparece alguien superior a uno, más esforzado, más diestro o, sencillamente, mejor capacitado. Por eso algunos premios se conceden todos los años y las competiciones deportivas ponen a prueba a los campeones, que tienen que defender títulos y galardones.          De esta manera, cualquier distinción, cualquier honor, por muy grande que sea la dignidad que haya podido alcanzarse, suelen ser pasajeros.

Sin embargo, en los tiempos que corren el mérito ajeno, por muy justificado que esté, se pone en cuestión al minuto siguiente de haberse acreditado. Cuando un deportista realiza una gesta, siempre habrá alguien que cuestione su importancia o lo compare con otro para menoscabar su currículo. Si un novelista gana un premio literario, algún crítico opinará que al certamen no habrían concurrido otros autores probablemente más talentosos que el galardonado. Si un político gana las elecciones, al día siguiente se cuestionará su legitimidad para formar gobierno, o a los cien días, si se observan los usos de la cortesía parlamentaria, desde la bancada de la oposición se pedirá su dimisión al grito de ¡váyase señor fulano!

            Ahora bien, una cosa es ser el mejor, y otra muy distinta creerse el mejor. Y en este apartado no faltan los que se consideran a sí mismos o a los suyos los más listos, los más diestros, los más justos o, en definitiva, los mejores en cualquier ámbito. Los hinchas de un equipo de fútbol consideran a su equipo el mejor, sin admitir comparaciones en detrimento del escudo o la camiseta. Los militantes de un partido político suelen creer que su partido es el que defiende los valores más puros y merece ganar las elecciones y, por lo tanto, gobernar. Los nacionales de un estado consideran que sus ciudadanos son mejores que los de cualquier otro estado, los más trabajadores, los más honrados, los más valientes en la guerra y los más civilizados en tiempos de paz. Y los creyentes no sólo creen que su religión sea la mejor sino que es la única verdadera.

            La cuestión es que esta creencia, a menudo infundada, en los propios méritos puede conducir, no sólo a desencuentros, discusiones, enemistades y conflictos, sino, llevada al extremo también a la segregación racial, a la marginación social, al estallido de conflictos armados y al genocidio de pueblos y minorías étnicas.

            Podría pensarse que el problema radica, no sólo en conferir honores y distinciones, sino también en permitir que algunos ostenten una posición privilegiada o un estatus elevado; porque, sí todos somos iguales, y es sólo el azar y los condicionamientos sociales los que nos conducen por distintos derroteros, ¿es acaso justo encumbrar a algunos por el mero hecho de haber sido favorecidos por la suerte? Y, una vez que se han consolidado las diferencias entre unos y otros, ¿no será esto lo que a la postre produce frustración, resentimiento y odio?

Sin duda lo que nos hace diferentes puede generar conflictos entre nosotros, pero para evitar que esa conflictividad nos destruya, tal vez sólo sea necesario reconocer el mérito ajeno, elogiar aquel comportamiento que ennoblece a quien lo protagoniza, considerar a aquellos que destacan, más todavía si las condiciones de partida o sus circunstancias no les favorecieron o, aunque no fuera así, en la medida en que supieron sacarle partido a sus potencialidades, y, después de ceñirles la corona de laurel, acto seguido, susurrarles repetidamente que recuerden su mortalidad, lo perecedero del honor y de la gloria conquistados, lo efímera y caprichosa que puede llegar a ser la fortuna.

            La arrogancia de algunos estados y de sus dirigentes les ha conducido a gestionar la actual pandemia prescindiendo de la experiencia de otros países, y eso ha producido la muerte de decenas de miles de sus ciudadanos que quizá pudiera haberse evitado. El presidente de Estados Unidos, recién recibida el alta hospitalaria, se arrancó la mascarilla, se declaró inmune al virus y, rodeado por un equipo médico de treinta personas, exhortó a sus ciudadanos a no tener miedo del covid-19, inflamando con su gesto arrogante y sus palabras los corazones de sus seguidores, convencidos de que, efectivamente, ellos son los mejores.

Por otra parte, en nuestro país, cualquier médico, a veces vestido con un uniforme de camuflaje, sin necesidad de acreditar experiencia alguna en el campo de la virología y con independencia de su especialidad, ya sea cirujano o médico de familia, critica la gestión de sus colegas y las medidas adoptadas y predice los resultados de esa gestión catastrófica cómo si de un comentarista deportivo se tratara, y una parte de la audiencia hace suya y difunde cualquier soflama, a la que concede crédito tan sólo porque concuerda con su parecer o cuestiona el discurso de sus antagonistas, a los que considera peores por el mero hecho de ser diferentes.

A todos nos gusta pensar que somos los mejores en algo y a lo mejor de alguna manera lo somos o en algún momento lo fuimos, y que nos lo digan nos llena de orgullo, pero también debería hacernos pensar que puede haber y sin duda habrá algún día alguien mejor que nosotros, más listo, más diestro o mejor dotado, más capaz y, tal vez, no sólo con mejores ideas, sino también con mejores intenciones. Y es necesario ser consciente de que, también tal vez, la suerte nos ha favorecido más de lo que somos capaces de reconocer, y que ser el mejor en algo no significa ser el mejor en todo, ni nos hace intrínsecamente mejores que nadie.