domingo, 28 de septiembre de 2014

El mundo en un trozo de papel.


            He empezado a leer los Cuentos Inconclusos de Tolkien y no puedo dejar de asombrarme ante el talento creador del autor de El Señor de los Anillos. Ya en el prólogo de su hijo Christopher se atisba la magnitud de su obra y la profundidad del mundo recreado en El Hobbit y en la trilogía sobre la Guerra del Anillo. Es realmente un mundo en el sentido más amplio de la palabra, con su geografía, sus lenguas, razas, arte, cultura, religión, historia, política, especies animales y vegetales, leyendas, canciones y costumbres.
            No es extraño que su creación, por eso precisamente, haya alcanzado una difusión tan extraordinaria y como fenómeno, no solo literario, haya trascendido varias generaciones y siga maravillándonos, a pesar de la proliferación de sagas, películas y otras obras que, en diversos formatos, invaden librerías, salas de cine y canales de televisión. Se trata realmente de la obra de una vida, imaginada, escrita y reelaborada a lo largo de los años de la de su autor, fabulosa y fascinante como pocas, y ante la que palidecen otros relatos épicos o sucumben sin remisión los fraudes que tanto abundan hoy en día en algunas secciones de las grandes librerías.

            Y, entre cuento y cuento, a medida que le voy echando un vistazo al ‘Atlas de la Tierra Media’, lo que me ayuda a ubicar los escenarios de las azarosas aventuras de sus protagonistas, me asombra todavía más el hecho de que su autora haya sido capaz de dibujar mapas, a partir de los relatos de Tolkien, en los que los accidentes geográficos o la ubicación de ciudades y emplazamientos concuerdan fielmente cuando se reflejan sobre el papel, según los usos cartográficos, la distancia entre ellos (a veces calculada sobre el tiempo estimado que esos personajes tardaron en recorrerla) y otros datos, como la orografía del terreno, extraídos de cuentos y novelas escritos a lo largo de decenas de años.

            Además, consultando el atlas, me he acordado de cuando mi hermano, por iniciativa propia, dibujaba y coloreaba mapas en los que situaba reinos, imperios y civilizaciones desaparecidos, siguiendo una cronología que supongo que, en una época en la que no se podía recurrir a Internet, extraía de libros de texto y del material bibliográfico limitado del que pudiéramos disponer en casa. Y es que, para mí, los mapas tienen la virtud de poder ubicarnos en escenarios exóticos o trasladarnos a épocas pretéritas, repletas de mitos y leyendas, excitar nuestra imaginación y provocarnos ensoñaciones, especialmente a ciertas edades, cuando uno es capaz de atisbar, a través del trazo de unas montañas dibujadas sobre el papel o de las selvas tropicales y desiertos coloreados de un planisferio y de la inmensa extensión baldía de los océanos de las cartas de navegación, ciudades sagradas, tesoros escondidos, cementerios de elefantes, islas perdidas, monstruos marinos y volcanes a punto de entrar en erupción.