miércoles, 14 de mayo de 2014

Ultimátum a la Tierra


            Ayer me enteré por la radio y la prensa de que la fusión de los glaciares de Antártida occidental es ya irreversible, lo que implica que, en un proceso que puede durar entre 200 y 1.000 años, el hielo acumulado, al derretirse, provocará una elevación del nivel del mar en 1,2 metros.
            Creo que es una muy mala noticia, por mucho que nuestro horizonte vital no alcance esa distancia, que, en términos humanos, se nos antoja casi sideral; y cuando pienso en ese proceso, pienso en las generaciones futuras y en el triste legado del que, a la postre, seremos responsables y que condicionará la vida de nuestros descendientes y, en general, la vida en el planeta.

            Además, no hace falta ser muy listo para darse cuenta de que, para experimentar los efectos del cambio climático no hará falta vivir tanto tiempo. Las inclemencias meteorológicas, las lluvias torrenciales, las sequías, los veranos tórridos y los incendios de grandes proporciones son ya, y lo serán todavía más en el futuro, un augurio de ese devastador proceso que, ahora ya lo sabemos, es también seguramente irreversible.
            Y, ante ese panorama, no puedo evitar sentirme culpable, por coger el coche a diario, por abusar del aire acondicionado y por no haber puesto algo más de mi parte para evitar el deterioro de nuestro frágil entorno natural. Es fácil excusarse en el día a día, en el trabajo y en la falta de tiempo, pero la realidad es que, de una manera o de otra, nos hemos dejado llevar por el desarrollo complaciente y cortoplacista, ese que nos libera de las incomodidades cotidianas a costa de endurecer las condiciones de vida de las generaciones futuras.

            No soy muy amigo de los escenarios apocalípticos, tipo Mad Max o El Planeta de los Simios, pero en ocasiones me acuerdo de películas como Ultimátum a la Tierra (1951), en la que un mensajero extraterrestre se exponía a ser tiroteado para advertir a los terrícolas que debían hacer un uso prudente de la energía atómica. Por aquel entonces Hiroshima o Nagasaki se habían convertido en una imagen indeleble en la retina del planeta y después vendrían Chernóbil y, más recientemente, Fukushima, a recordarnos la conveniencia de aceptar ese consejo.
            También la otra noche veía en la televisión un documental sobre el volcán islandés que en el año 2010 provocó el cierre del espacio aéreo europeo y en el que se contaba cómo su hermano mayor podría entrar en erupción cualquier día de estos, en una isla asentada sobre una dorsal oceánica que la divide en dos mitades. Allí se da la paradoja de que la energía geotérmica suple las necesidades de sus habitantes al mismo tiempo que resquebraja su superficie y amenaza con partir Islandia por la mitad. Y esto me recuerda que, en cierta ocasión, le preguntaron a Jacques Cousteau acerca del futuro del océano, ante la amenaza que la acción del hombre suponía para la supervivencia de la vida en los mares; a lo que él respondió que su última esperanza radicaba en la fortaleza del mar para sobrevivir, a pesar de la acción devastadora del hombre. Por aquel entonces, yo era apenas un preadolescente pero me pareció que, aun viniendo de un hombre anciano y experimentado, esa respuesta expresaba más un deseo que una convicción. Hoy, si me hiciera alguien esa pregunta, me gustaría ser capaz de contestar lo mismo, y, además, hacerlo desde el convencimiento, pero, al mismo tiempo, pienso que quizá, para sobrevivir, el planeta entero tendría que revelarse con una virulencia capaz de acabar con su principal amenaza, que somos nosotros los humanos.