Ayer
me enteré por la radio y la prensa de que la fusión de los glaciares de
Antártida occidental es ya irreversible, lo que implica que, en un proceso que
puede durar entre 200 y 1.000 años, el hielo acumulado, al derretirse,
provocará una elevación del nivel del mar en 1,2 metros.
Creo
que es una muy mala noticia, por mucho que nuestro horizonte vital no alcance
esa distancia, que, en términos humanos, se nos antoja casi sideral; y cuando
pienso en ese proceso, pienso en las generaciones futuras y en el triste legado
del que, a la postre, seremos responsables y que condicionará la vida de
nuestros descendientes y, en general, la vida en el planeta.
Además,
no hace falta ser muy listo para darse cuenta de que, para experimentar los
efectos del cambio climático no hará falta vivir tanto tiempo. Las inclemencias
meteorológicas, las lluvias torrenciales, las sequías, los veranos tórridos y
los incendios de grandes proporciones son ya, y lo serán todavía más en el
futuro, un augurio de ese devastador proceso que, ahora ya lo sabemos, es
también seguramente irreversible.
Y,
ante ese panorama, no puedo evitar sentirme culpable, por coger el coche a
diario, por abusar del aire acondicionado y por no haber puesto algo más de mi
parte para evitar el deterioro de nuestro frágil entorno natural. Es fácil
excusarse en el día a día, en el trabajo y en la falta de tiempo, pero la
realidad es que, de una manera o de otra, nos hemos dejado llevar por el
desarrollo complaciente y cortoplacista, ese que nos libera de las
incomodidades cotidianas a costa de endurecer las condiciones de vida de las
generaciones futuras.
No
soy muy amigo de los escenarios apocalípticos, tipo Mad Max o El Planeta de los
Simios, pero en ocasiones me acuerdo de películas como Ultimátum a la Tierra (1951), en la que un mensajero extraterrestre
se exponía a ser tiroteado para advertir a los terrícolas que debían hacer un
uso prudente de la energía atómica. Por aquel entonces Hiroshima o Nagasaki se
habían convertido en una imagen indeleble en la retina del planeta y después
vendrían Chernóbil y, más recientemente, Fukushima, a recordarnos la
conveniencia de aceptar ese consejo.
También
la otra noche veía en la televisión un documental sobre el volcán islandés que
en el año 2010 provocó el cierre del espacio aéreo europeo y en el que se
contaba cómo su hermano mayor podría entrar en erupción cualquier día de estos,
en una isla asentada sobre una dorsal oceánica que la divide en dos mitades.
Allí se da la paradoja de que la energía geotérmica suple las necesidades de
sus habitantes al mismo tiempo que resquebraja su superficie y amenaza con
partir Islandia por la mitad. Y esto me recuerda que, en cierta ocasión, le preguntaron
a Jacques Cousteau acerca del futuro del océano, ante la amenaza que la acción
del hombre suponía para la supervivencia de la vida en los mares; a lo que él
respondió que su última esperanza radicaba en la fortaleza del mar para
sobrevivir, a pesar de la acción devastadora del hombre. Por aquel entonces, yo
era apenas un preadolescente pero me pareció que, aun viniendo de un hombre
anciano y experimentado, esa respuesta expresaba más un deseo que una
convicción. Hoy, si me hiciera alguien esa pregunta, me gustaría ser capaz de
contestar lo mismo, y, además, hacerlo desde el convencimiento, pero, al mismo
tiempo, pienso que quizá, para sobrevivir, el planeta entero tendría que
revelarse con una virulencia capaz de acabar con su principal amenaza, que somos
nosotros los humanos.