viernes, 30 de abril de 2021

Ezquepliades.

 

            Esta semana he tenido que acudir al juzgado todos los días. Según mi modesta experiencia, muchas veces, las vistas orales transcurren con más pena que gloria. Frecuentemente, las pretensiones de las partes son las mismas y los argumentos de las defensas se repiten y se repiten machaconamente, la prueba resulta insustancial y el resultado del litigio más que previsible, de modo y manera que uno ya sabe lo que va a pasar antes incluso de que su oponente abra la boca. Lo sabe también la contraparte, y, por supuesto, lo sabe el juez, que a duras penas consigue evitar dar muestras del hastío que le produce escuchar, un día si y otro también, las razones de los litigantes. Si me apuráis, en algunos casos, lo sabe hasta el funcionario de auxilio judicial que asiste calladamente, día tras día, al espectáculo de la administración de justicia maniobrando (que es algo así como ver maniobrar a las legiones romanas, pero sin escudos ni lanzas) y que podría decidir el resultado del pleito sin apartarse demasiado del criterio de su señoría.

            No obstante, de vez en cuando, quizá no muy a menudo, también en ese escenario previsible, pasan cosas. Y, si uno está lo suficientemente atento, puede romper esa aburrida dinámica, propia del día de la marmota, haciendo que esas cosas sucedan.

            Hace tiempo estaba esperando a ser llamado para comparecer en uno de esos pleitos en los que un trabajador reclama los salarios correspondientes a un periodo de tiempo en el que dice haber trabajado para una empresa que no le ha hecho un contrato, ni le ha dado de alta en la Seguridad Social ni, por supuesto, pagado un céntimo, a pesar de que la relación laboral haya podido prolongarse durante meses.

Estábamos en pleno auge de la segunda ola de la pandemia y el aforo de las salas de vistas y también del vestíbulo estaba limitado. Y, como soy un tipo precavido, y dado que, debido al retraso con el que se estaban desarrollando las vistas orales, un número ingente de letrados de costumbres y hábitos dudosos se agolpaba en la antesala, salí al pasillo y estuve esperando allí, pacientemente, a que me tocase el turno. Para mi sorpresa, a pesar de haberme acreditado previamente en la secretaría y anunciado mi intención de comparecer en sala, cuando llegó el momento, no fui llamado y el juicio se desarrolló sin mi presencia.

Lo anterior me obligó a plantear un incidente de nulidad de actuaciones que ha culminado en un nuevo señalamiento y la repetición del juicio que, finalmente, se ha celebrado esta semana. No las tenía todas conmigo, porque me conozco la liturgia y lo más probable es que apareciera un testigo que ratificase punto por punto la versión de los hechos de la demanda.

En todo caso, el asunto me escamaba un poco porque la empresa en cuestión explotaba un taller mecánico que ocupaba a un solo operario y la actora decía haber sido contratada para trabajar como auxiliar administrativo a tiempo completo y haber desarrollado su actividad durante casi cuatro meses. Así que, con la suficiente antelación, pedí el interrogatorio de la trabajadora que, cuando se celebró el primer juicio, ni siquiera había aparecido por el juzgado, dejando que la representara su abogado, ese que se había introducido en la sala a hurtadillas aprovechando que su oponente no se encontraba a la vista.

El juicio transcurría por el cauce habitual hasta que llegó el momento de proponer prueba. Entonces, el letrado de la trabajadora, que ya se había remitido, al ratificar la demanda, a sus manifestaciones del juicio anterior, siendo advertido por su señoría de la necesidad de manifestar nuevamente cuanto fuera de su interés, dado que el juicio precedente había sido anulado, y teniendo en cuenta además que ella no era el magistrado que había presidido la vista, volvió a remitirse a la prueba propuesta en dicho juicio (al parecer, debía tener bastante confianza en el éxito de sus pretensiones si las cosas se hubieran quedado como estaban). Ante esta manifestación, la magistrada empezó a dar muestras de impaciencia y le espetó que no sabía cuántas veces iba a tener que repetirle que no podía remitirse a lo dicho en el juicio precedente porque este había sido anulado y, a todos los efectos, no existía. Vamos, que no había un juicio anterior al que remitirse. Entonces, mi colega argumentó, con buen criterio, que los documentos que había aportado si existían y obraban en los autos, y que por eso se remitía a ellos. A lo que la magistrada le dijo que le parecía muy bien, pero que, de todas maneras, tenía que proponer las pruebas de que pretendiera valerse. Dicho lo cual, el letrado manifestó que proponía la prueba documental que constaba en autos y que ya había sido aportada en un juicio anterior que no existía.

Con la tensión flotando en el ambiente, se inició la fase de prueba con el interrogatorio de la trabajadora, a la que formulé varias preguntas para centrar el debate, dejando clara cuál era la actividad a la que se dedicaba la empresa (taller de reparación de automóviles), cuántos trabajadores tenía en plantilla (un mecánico), dónde radicaba el centro de trabajo (no recordaba el nombre de la calle), en qué consistía la actividad de un auxiliar administrativo en una empresa de tales dimensiones que le obligara a prestar servicios durante una jornada de ocho horas diarias de lunes a viernes (al parecer consistía en recibir a los clientes y cobrarles las facturas. Lo que me hizo pensar que a ese mecánico habría que subirle el sueldo), cómo había sido contratada (el gerente de la empresa era su primo. Sólo a tu primo le trabajas durante cuatro meses sin cobrar) y sí conocía a algún otro empleado de la empresa. A lo cual, la demandante, que se había mostrado bastante desenvuelta hasta ese instante, sonriendo ampliamente (cómo queriendo decir, esta me la sé) contestó que el mecánico en cuestión se llamaba Ezquepliades. En ese momento, la magistrada, que se había limitado a tomar notas en su minuta, con gesto de extrañeza, le pidió primero que repitiera el nombre y, luego, que lo deletreara. Aunque, la cuestión es que el hombre se llamaba así y a mí me constaba porque había recabado dicha información de la Seguridad Social.

A continuación, mi colega solicitó repreguntar, con la mala fortuna de que, después de la segunda pregunta, sonó un móvil en la sala (cosa que sucede con más frecuencia de la que cabría esperar), que resultó ser el de la trabajadora, que, dándose la vuelta, abrió el bolso y, en lugar de cortar la llamada, después de mirar la pantalla, le dijo a su señoría que era para un trabajo y que si podía contestar. La magistrada, con gesto de incredulidad, le dijo que no, que se centrara y que, sin duda, volverían a llamarla (acertando plenamente en su vaticinio), con lo que el móvil volvió a su sitio, aunque para sonar por segunda vez a la tercera pregunta. En esta ocasión, la trabajadora, viendo la falta de empatía de la jueza, y después de expresar en voz alta que no podía dejar de atender la llamada, se ausentó de la sala, ante la estupefacción general. Al cabo de unos minutos, se abrió nuevamente la puerta de la sala de vistas y por ella se asomó la actora preguntando si podía volver a entrar. A lo que la magistrada, cómo una madre que considerara que no había llegado el momento de levantar el castigo impuesto a una hija desobediente, le dijo que mejor se quedará fuera.

La fase de prueba terminó con el interrogatorio del testigo sorpresa que yo había estado esperando desde el principio, que lo mismo puede ser alguien que era cliente de la empresa (y, por ejemplo, acudía a una cafetería día y noche, todos los días de la semana, cómo Frasier en el Barbosa o Joey Tribbiani y compañía en el Central Perk), o que pasaba frecuentemente por el centro de trabajo (esto puede suceder aunque se trate de trabajos nocturnos que se desarrollan en un polígono industrial), o incluso un vecino que se cruzaba con el demandante en el rellano de la escalera cuando este salía de su casa para ir a trabajar (si estas en el rellano de la escalera a la hora de trabajar y no llevas puesto el pijama, o tienes una intensa vida nocturna o es que te has levantado para ir a trabajar). Aunque, en este caso, la realidad superó todas mis expectativas, y el testigo en cuestión resultó llamarse Jacinto y no Ezquepliades. Y la primera pregunta se la hizo la magistrada, qué quiso saber de qué conocía a la demandante, a lo que Jacinto contestó sin dubitaciones que de pasear a los perros. Ante esta manifestación, realizada espontáneamente, convencido de su veracidad, decidí renunciar al contrainterrogatorio.