domingo, 31 de enero de 2021

Nos va la vida en ello

 

         He leído una noticia que se ha hecho eco de la petición de la OMS a los estados que hayan vacunado a su personal sanitario y a los grupos de mayor riesgo, de que detengan el proceso de vacunación para facilitar que esta pueda llevarse a cabo en otros países poniendo a su disposición las remesas de vacunas que quedarían disponibles. Y me parece no solo razonable sino de sentido común, aunque, al mismo tiempo, considero que muy probablemente esa petición, como tantas otras, caerá en saco roto.

         Porque, aunque se invoquen razones no solo humanitarias sino también económicas, ¿a alguien se le pasa por la cabeza que Boris Johnson, después de abanderar un proceso de secesión sin precedentes como el Brexit, para mayor gloria del Reino Unido de la Gran Bretaña, y habiendo prometido a sus ciudadanos que en otoño toda la población adulta del país dispondría de su primera dosis, va a posponer el calendario de vacunación para dejar que otros ciudadanos del mundo libre se vacunen antes que los súbditos de su Majestad; o qué un Estado como Israel, que ha comprado las vacunas al triple del precio pagado por la Unión Europea y a pesar de haber vacunado ya casi al 50 por ciento de su población, vaya a renunciar a su objetivo de inmunizar hasta al 80 por ciento en mayo, para que sus vecinos palestinos puedan vacunar a sus ciudadanos más vulnerables?

         Posiblemente, si el nuevo Presidente de Estados Unidos suspendiese el plan de vacunación una vez inmunizados los sectores más vulnerables de la ciudadanía de ese país para ceder sus inyecciones a otros países, los votantes de Trump pensarían que el Jefe del Estado, no solo había robado las elecciones, sino que era un anciano senil al que habría que incapacitar previa tramitación del correspondiente impeachment (o tomando la Casa Blanca al asalto, que tanto da), cosa que probablemente también pensarían muchos de los votantes del propio Biden.

         De nuestro propio país, mejor ni hablamos. Después de asistir durante semanas a las reiteradas quejas y lloriqueos de las Comunidades Autónomas sobre el reparto de las vacunas y la presunta discriminación de la que se hacía objeto a sus territorios, no es difícil imaginarse lo que dirían los partidos de la oposición o los Gobiernos de esas mismas comunidades, si el de la nación se hiciese eco de semejante petición.

         Porque, reconozcámoslo, el problema no son sólo los gobiernos, sino también los ciudadanos a los que gobiernan, de los que muchas veces son un fiel reflejo. Cómo lo son de un sector de la ciudadanía esos alcaldes y consejeros a los que les ha faltado tiempo para saltarse los protocolos e inyectarse la primera dosis de la vacuna, empujando virtualmente a los ancianos y al personal sanitario que hacía cola aguardando a que les tocase el turno. No me gustaría coincidir con ellos en un naufragio o si, para poder tirarlos por la borda y evitar así que se inyectaran la segunda dosis.

         Y es que, desde el primer momento, la pandemia ha puesto a prueba la capacidad de las personas para ponerse en lugar de los demás. Y, reiteradamente, muchas de esas personas han demostrado su escasa empatía, saltándose las normas, eludiendo los confinamientos, invocando la vulneración de sus derechos y echándole la culpa al resto del mundo de las consecuencias de sus propios actos. Una vez más, mucha gente no ha entendido, y sigue sin entender, que no se trataba, ni se trata, de lo que el Gobierno, las autoridades sanitarias, la Unión Europea o la industria farmacéutica podía o puede hacer por cada uno, sino de lo que cada uno podía o puede hacer por los demás.

         No quiero ser agorero. Ni soy pesimista ni me gustan los pronósticos pesimistas, pero, considerando esta pandemia la primera de las pruebas a las que podemos vernos sometidos en los próximos años, en lo que a la supervivencia del género humano se refiere, si, como predicen los expertos, a esta le sucederán otras epidemias, y el cambio climático supone una amenaza creciente que puede endurecer terriblemente las condiciones de vida en el planeta, convendría empezar a ser conscientes de los sacrificios que nos aguardan, de la imposibilidad de sobrevivir como sociedad y como individuos sin ofrecer algo a cambio, sin empezar a desprendernos del equipaje superfluo, sin renunciar a la comodidad de los camarotes de primera clase, sin apretujarnos en los botes salvavidas, si nos dejarnos dominar por el pánico, y si dejamos que el egoísmo presida la toma de nuestras decisiones. Nos va la vida en ello.