viernes, 11 de junio de 2021

Vi

 

            Hace tiempo escuché una noticia sobre al avistamiento de una pantera negra en las inmediaciones de un pueblo de Granada. Al final, después de un gran despliegue por tierra y aire de patrullas del SEPRONA, el felino resultó ser un gato de pelaje oscuro y cola majestuosa. No obstante, he leído que estos avistamientos son frecuentes en distintos lugares del planeta que no constituyen precisamente el hábitat de grandes felinos y han dado lugar a un fenómeno que se conoce como alien big cats.

            También me acuerdo de que el año pasado fue avistado un cocodrilo en la confluencia del Duero y el Pisuerga. Incluso se llegaron a identificar sus huellas y lo que pudiera ser la guarida del reptil, que cabría que hubiese utilizado como nido. En este caso, pasado algún tiempo, la búsqueda se suspendió por falta de evidencias. Aunque el hecho de que no haya podido identificarse un equivalente al gato de cola luenga  supongo que hará más precavidos a los que remonten este año el curso del río.

            Es fácil predecir el desenlace de estas noticias sobre encuentros fortuitos con especies exóticas, pero supongo que siempre se piensa en la posibilidad de que a algún memo se le haya escapado la mascota o de que haya decidido deshacerse de ella, aun a riesgo de poner en peligro la vida de sus semejantes, para salvaguardar su propia integridad.

            Cuando salgo a correr, me encuentro de vez en cuando con animales silvestres. Aunque nada ni remotamente parecido a panteras o saurios de gran tamaño. Por ejemplo, en el parque al que suelo ir por las tardes hay una zona de arbustos que ha sido invadida por una colonia de conejos, algunos de los cuales, a esa hora de la tarde, se quedan inmóviles al lado del senderillo de tierra que transcurre junto a la zona de matorrales que separa el parque de la vía del tren, se me quedan mirando un instante con sus grandes ojos oscuros y vacíos, y a continuación salen disparados para ocultarse a mi vista entre los arbustos. También, en una ocasión,  me salió al paso una culebra que, dibujando con su cuerpo una espiral vertiginosa en el camino, se escabulló a una velocidad sorprendente entre la vegetación.

Aunque supongo que mi experiencia tampoco es comparable a la de los participantes de un ultramaratón que transcurría por la Sierra de Guadarrama y que fueron advertidos por efectivos de Protección Civil de la presencia de lobos en las inmediaciones, con los que podían toparse los corredores que quedasen más rezagados y culminaran los últimos kilómetros del recorrido tras la puesta de sol.

 Sin perjuicio de la posibilidad real de un encuentro vespertino con una manada de cánidos salvajes, a veces, los corredores de ultramaratones sufren alucinaciones en plena carrera, y pueden ver imágenes o ser testigos de sucesos inverosímiles, que perciben con una nitidez que les persuade de su veracidad, sólo desmentida tiempo después, cuando, terminada la carrera, reflexionan sobre lo que creían haber visto u oído.

Yo también tengo mi propia experiencia, en lo que a avistamiento de especímenes extraños se refiere. Una tarde en la que corría bajo los rayos de un sol estival que empezaba a declinar, vi en la lejanía un animal que atravesaba rápidamente la calle desierta a cierta distancia de donde yo me encontraba. Podría haber sido un perro vagabundo o un gato callejero, pero no se parecía ni a uno ni a otro. Tenía las patas muy cortas y el cuerpo alargado terminaba en una cola tan larga como su cuerpo y su cabeza juntos. Pero lo más peculiar era su manera de moverse, ágil y silenciosa, casi furtiva. Supongo que a lo que más se parecía era a una rata, pero de dimensiones comparables a las de un capibara.

Considerando que no llevaba corriendo el tiempo suficiente para ser víctima de una alucinación, y barajando en mi subconsciente la remota posibilidad de que a algún laboratorio cercano se le hubiera escapado un roedor al que alguien estaba sometiendo a un experimento secreto, decidí tomar la calle en sentido contrario al de mi avistamiento, sin dejar de mirar hacia atrás de vez en cuando para asegurarme de la ausencia de cualquier perseguidor. Aunque siempre que paso por ese lugar echo un vistazo en la misma dirección, buscando algún signo que pueda delatar su presencia, no he vuelto a ver nada parecido, pero a veces me da por pensar que, a pesar de que yo no lo vea, puede que me esté observando desde la entrada de una madriguera cuya existencia sigue pasándome igualmente inadvertida.

            Tal vez, nuestro instinto, adormecido por la naturaleza domesticada de los parques y jardines que adornan nuestras ciudades, incluso de los campos que rodean nuestros pueblos, de vez en cuando, necesita rebelarse contra la anodina previsibilidad de esos encuentros con otras especies, y busca desesperadamente algún resquicio capaz de conducirnos de nuevo, aunque sea brevemente, hasta la vida salvaje, en la que es necesario permanecer alerta para sobrevivir. Un mundo en el que las huellas de los grandes felinos, el aullido de los lobos y los ojos amarillos de los cocodrilos acechando en la oscuridad nos hagan más conscientes de nuestra vulnerabilidad, pero también nos ayuden a sentirnos vivos a la vez que vulnerables.