domingo, 7 de octubre de 2018

El tiempo entre lecturas


            A veces, me cuesta trabajo empezar un nuevo libro. Normalmente, los que tengo en casa sin leer, al alcance de la mano, no me interesan lo suficiente. Por mucha ilusión con que los haya comprado, por alguna razón misteriosa, se quedaron en la estantería a la espera de una ocasión propicia para leerlos y, también por motivos que desconozco, han dejado de interesarme.
Luego están los libros que me han regalado, que alguien eligió pensando en mí, y porque le gustó especialmente ese título, o porque sabe que, a mí, me gusta ese autor, o porque se trata de un clásico de la literatura que piensa que no debería faltar en mi biblioteca. Pero siempre existe la posibilidad de que, a mí, no me guste ese libro en particular o que el autor ya no me despierte el mismo interés, o que crea saber lo suficiente sobre esa obra cumbre de la historia de la literatura y no tenga ganas de profundizar en su conocimiento; cosa que esa persona no tiene por qué saber y, a lo mejor, prefiero que no sepa, para que no me tome por un necio ignorante; aunque, bien pensado, tal vez me regaló esa obra excelsa sabedor de mi ignorancia.
Por otro lado, está también el factor tiempo. Y es que, cuando terminan las vacaciones, dispongo de un número de horas limitado para dedicar a la lectura, así que empezar un libro que sea demasiado largo o denso puede hacer que esa lectura se vea interrumpida con frecuencia o durante un periodo de tiempo dilatado, y eso, en mi caso, no favorece la experiencia de leer.
Para saborear un libro, necesito tiempo y sosiego. Si carezco de alguna de estas dos cosas, o de las dos, es mejor dejar pasar el momento y esperar una ocasión más propicia. El problema es que, con el tiempo libre del que dispongo ahora mismo, puedo llegar a la edad de jubilación con un buen montón, o dos, de libros pendientes de lectura. Me imagino, pues, dentro de unos cuantos años, tratando de decidirme entre alguno de los libros del primer montón, esto es, de los que dejaron de interesarme mucho antes de disponer del tiempo necesario para leerlos, y otro del segundo montón, compuesto por los que alguien me regaló cuando, presuntamente, me interesaban la temática o el autor. Así que, seguramente, terminaré decantándome por algún clásico, y así, cuando surja la ocasión, podré presumir de haberlo leído, aunque me abstendré de confesar que fue la semana anterior. Además, seguramente, dejaré boquiabiertos a mis amigos y conocidos, recordando detalles de esa obra magna que ellos olvidaron hace lustros.
Claro que siempre está la posibilidad de releer algunos de los títulos que me dejaron huella en el pasado. Esas novelas que, muchas veces fruto del azar, cayeron en mis manos cuando tenía más tiempo y el sosiego suficiente como para adentrarme en sus capítulos sin prisas ni prejuicios, dejándome llevar por el relato, paladeando las palabras, queriendo o desdeñando a sus personajes, temiendo por la suerte de los más queridos, presintiendo el final de sus aventuras y lamentando que acabaran súbitamente. Esos libros que te dejan pasando la última página con una sonrisa o con un nudo en la garganta, que querías que no terminasen nunca, aunque cabalgabas sobre sus páginas a toda velocidad, inconsciente de que esa sería la única y la última ocasión que los leerías por primera vez y que, si alguna vez volvías a leerlos, tú ya no serías el mismo y, precisamente por eso, ellos habrían cambiado.