domingo, 12 de abril de 2020

Tiempo para escapar


            Estos días, la gente hace planes. Bueno, la verdad es que todo el mundo los hace todo el tiempo. O, al menos, cuando las circunstancias les impiden hacer eso que les apetece o, mejor, les obligan a hacer lo que no les apetece en absoluto. Por extraño que parezca, la verdad es que, muchas veces, las personas toman sus decisiones huyendo de lo que les horripila y, probablemente, sin meditar lo suficiente sobre aquello que realmente les apetece hacer.
La gente que trabaja planea, a veces con una antelación que escapa a mi capacidad de previsión, hacer una escapada o un viaje el próximo puente, aunque sea un puente remoto. El verano pasado, una compañera de trabajo vino a verme a mi despacho el primer día después de incorporarme de las vacaciones, a las ocho de la mañana, a preguntarme expresamente qué semana iba a trabajar durante las Navidades, para así ir planeando las suyas.
A veces, sencillamente, el ser humano piensa en lo que haría si tuviese más tiempo, pero normalmente piensa también que para hacer uso de ese tiempo necesita irse a alguna parte, subirse en el coche, coger un avión, escaparse. Y ahora, que algunos tienen bastante más tiempo pero no pueden escapar de sus propias casas, imaginan lo que harán cuando termine la cuarentena.
            Hubo un tiempo en que yo no hacía planes. Cuando era un crío, naturalmente, estaba deseando que terminaran las clases para no tener que ir al colegio y, más tarde, al instituto, pero mis aspiraciones empezaban y terminaban ahí. Desde el primer día de las vacaciones no dejaba que se me pegaran las sábanas, me levantaba de la cama y sabía que todas las posibilidades estaban al alcance de mi mano, sin tener que ir a ninguna parte.
Al principio supongo que los juegos ocupaban la mayor parte del tiempo. Luego empecé a dibujar y, más tarde, a escribir. Y, cómo en casa había una modesta biblioteca, leía aquellos títulos que me parecían más sugerentes o que mis dos hermanas mayores habían leído antes que yo y de los que las había oído hablar, si habían conseguido interesarme claro. A veces hablaban de ellos con tal arrobo que conseguían producir en mí el efecto contrario. Como consecuencia de ello, nunca tuve la menor intención de leer Éxodo o La Cartuja de Parma. También escuchaba mucha música en el transistor que había en casa y era capaz de pasarme horas serrando maderas en mi cuarto y poniéndolo todo perdido de serrín, para construir juguetes, que luego mi hermano pequeño y yo incorporábamos a nuestros juegos.
            También me acuerdo de que mi hermano y yo, aunque no éramos muy aficionados a practicar deportes, encontrábamos la manera de hacer ejercicio sin salir de casa. Por ejemplo colgando un cesto marrón oscuro de mimbre que tenía mi madre del tirador de la puerta superior del armario empotrado que había al fondo del pasillo y utilizándolo como canasta. Recuerdo, además, que un día descubrimos que podíamos trepar por las paredes de ese mismo pasillo abriendo las piernas hasta tocar el rodapie con la parte exterior del zapato y subiendo alternativamente uno y otro pie hasta tener que doblarnos por la cintura para poder tocar el techo con la espalda.
            Ha pasado mucho tiempo desde que terminó el último verano que pase en casa, sin ir a ninguna parte, cerca y, al mismo tiempo, lejos de la playa. Pero, desde que empezó este confinamiento, me descubro haciendo muchas de las cosas que hacía por aquel entonces, quitando lo de jugar al baloncesto o practicar la escalada en el pasillo de casa. Y también observo a mis hijas haciendo cosas que yo hacía a su edad, cuando no me quedaba más remedio que descubrir la manera de ocupar las horas del día recurriendo a mi imaginación o inspirándome en la creatividad de otros. Leer, dibujar, escribir, escuchar música, cantar o tocar la guitarra o el piano (esto último me habría gustado mucho poder hacerlo cuando tenía su edad). Pero el otro día, cuando, después de desayunar, mi hija pequeña me dijo que le estaban entrando unas ganas terribles de cortar madera para hacer una telecaster amarilla que había visto por internet y esa misma mañana empezó a  tomar medidas y la vi, en la cocina, agachada sobre un banco de madera, serrando un tablero para hacer la caja, creo que tuve una epifanía.
            Tengo la sospecha de que, cuando termine el confinamiento, la mayor parte de la gente no habrá reflexionado lo suficiente, tal vez no lo haya hecho en absoluto, como para comprender que esa necesidad de escapar para aprovechar el tiempo del que dispone solo revela una insatisfacción que lleva a muchas personas a huir de sí mismas pero que precisamente por eso las acompaña a todas partes.