He perdido la cuenta de los días en los que el calor me impide dormir como
es debido. Cada noche me voy a la cama entre bostezos, ligero de ropa, después
de pasar por el cuarto de baño para mojarme el torso, los brazos y las piernas
y meter la cabeza debajo del grifo del lavabo antes de tenderme sobre la cama
como un náufrago abandonado por la marea en la orilla de una playa de la costa
del infierno, suplicando por una tenue brisa que consiga enfriarme el cuerpo y
me permita por fin descansar. Pero no se mueve ni una hoja y el sofocante aire
nocturno me seca la piel antes de que me haya vencido el primer sueño.
De vez en cuando, escucho con sorpresa en las noticias que se avecina otra
ola de calor, y entonces me pregunto cuándo terminó la anterior, sin que yo me
diera cuenta. Sería fácil encender el aire acondicionado, dejar que la
temperatura descendiera artificialmente hasta niveles aceptables, quedarse
dormido y resignarse a pagar por ello el precio del rescate que las compañías
eléctricas exigen para aliviarnos de las penurias a las que nos somete un clima
cada vez más hostil y despiadado. No obstante, cómo soy un hombre informado, sé
que los sistemas de climatización masivos representan, a día de hoy, el 4% de
las emisiones de efecto invernadero. Así que poner el aire acondicionado puede
proporcionarnos un alivio momentáneo, pero a costa de condenar a nuestros
vecinos más pobres, a las generaciones futuras y a nosotros mismos al pago
aplazado de una factura climática mucho más gravosa.
Pero nadie quiere oír hablar de eso ahora. Cuando llego al trabajo por la
mañana, las paredes de mi despacho no se han enfriado. Abro las ventanas y
confío en que mis compañeros harán lo mismo, para que se establezca una
corriente que se lleve el aire reconcentrado de la oficina. Pero, pasado un
rato, cuando salgo al pasillo, el cambio súbito de temperatura me revela que
optaron por la solución más rápida, aunque sean las nueve de la mañana. Y el
verano pasado, el aparato de aire acondicionado de mi vecino de arriba funcionaba
sin interrupción, de día y de noche, con lo cual tampoco creo que fuera muy
consciente de la sucesión de las olas de calor. Este año no lo escucho con la
misma frecuencia, pero puede ser porque ha decidido trasladarse a otra residencia
veraniega o porque la factura de la luz le pesa más que la factura climática.
Supongo que no debe de ser el único caso, porque la otra noche salimos a cenar y no encontramos ningún
establecimiento que tuviera aire acondicionado, a pesar de que el termómetro no
bajaba de los 36 grados y costaba trabajo hasta respirar. De forma que los
parroquianos se agolpaban en los veladores, abanicándose y bebiendo cerveza
para tratar de combatir el calor, retrasando todo lo posible la hora de volver
a casa.
Y, cuando en medio de la enésima ola de calor, el Gobierno anuncia un
paquete de medidas para reducir el consumo energético, todo el mundo se
echa las manos a la cabeza, los comerciantes, los hosteleros y hasta las
peluquerías. De repente, poner el termostato a 27 grados se convierte en un
sacrificio inasumible. Y los mismos que protestaban por la subida del precio de
la luz, ahora protestan porque piensan que sus clientes van a salir corriendo.
Pero habría que preguntarse hacia donde, porque la otra noche nadie corría
hacia ninguna parte, pero la gente prefería salir a la calle a tomarse una
cerveza antes que quedarse en casa viendo la televisión, que también da calor.
Sospecho que, en parte, lo que pasa es que se nos han olvidado los tiempos
en que, para combatir el calor, la gente abría las ventanas o salía a dar un
paseo por la noche. Pero yo todavía me acuerdo de que, siendo niño, después de
cenar íbamos con mis padres a casa de la abuela a ver un rato la televisión. Y
de que, por el camino, podías seguir el desarrollo de la trama de la película,
precisamente porque la gente tenía las ventanas abiertas y no había tantos
coches circulando a esas horas. Y, probablemente, no se alcanzaban los 36
grados a las once de la noche, pero, a lo mejor, si los 27, y no pasaba nada.
Pero, también hoy en día, hay gente trabajando a temperaturas muy
superiores a los 27 grados, en fábricas y talleres, o a la intemperie,
expuestos a sufrir un golpe de calor, mientras algunos de sus gobernantes hacen
gala de su insumisión a las medidas de ahorro energético y, si sucede lo peor,
tratan de echar balones fuera, como si la cosa no fuera con ellos. Pero, de
todos estos políticos y periodistas vocingleros, a los que menos soporto es a
los que se fijan en lo anecdótico para escabullirse del problema y evitar a
toda costa ser parte de la solución.
Porque no digo yo que quitarse la corbata vaya a solucionar ninguno de los
problemas que nos acucian últimamente, pero tal vez, dentro de poco y por pura
necesidad haya que prescindir de mucho más que la corbata para poder adaptarse
a la persistente subida de las temperaturas. Me pregunto qué habrían dicho
todos esos adalides de la responsabilidad y la coherencia si, precisamente en
un alarde de esta última, el presidente de la nación hubiese comparecido ante los
medios con un desmangado minifaldero, o hubiese animado al propio tiempo a sus
ministros a prescindir, no solo de la corbata, sino también de los pantalones.
Aunque, si bien se piensa, todo esto va de la mano, porque, si en otros
tiempos, la chaqueta y la corbata permitían distinguir al gentilhombre
del gusano, hoy sería
posible distinguir, al primer golpe de vista, al alcalde de Madrid de un
operario municipal de la limpieza, sin necesidad de que a ninguno de los dos le
hubiese dado un golpe de calor.
Por otra parte, la posibilidad de hacer frente a la factura del aire
acondicionado o de acudir únicamente a los restaurantes que no escatiman a la
hora de seleccionar la temperatura del termostato, porque pueden repercutir el
importe del recibo de la luz en la cuenta de su ilustre clientela,
también permite diferenciar fácilmente a un honorable ciudadano de aquellos
miserables condenados a peregrinar con su abanico en busca de un velador a la
sombra. Y creo que también está claro, de entre estos dos, en qué clase de
ciudadanos están pensando los gobernantes insumisos.
Ahora bien, si analizamos las cosas con cierta perspectiva, es posible que,
dentro de no tan poco, terminemos todos viviendo bajo tierra, transitando por
galerías mal ventiladas en las que el ejecutivo y el albañil vayan desvestidos
de la misma guisa, dónde a los alcaldes les resulte más difícil eludir sus
responsabilidades, al menos en lo que se refiere a la necesidad de llevar a
cabo frecuentes campañas de desratización, y los gobernantes insumisos tengan
mayores dificultades para identificar a sus votantes entre el conjunto de un
electorado igualmente acalorado que convivirá pacífica y resignadamente entre
sí y también con las cucarachas.