Mi
hija pequeña está tocando el piano. Hace ejercicios para mejorar la técnica y el
sonido se va volviendo más grave a medida que sus manos se desplazan sobre el
teclado. Al cabo de un rato, se levanta resoplando, dice que está cansada y que
tiene calor. Abre la ventana, se sienta otra vez y sigue practicando sobre una
partitura. Vuelve a levantarse, ahora se queja de que la mano no le llega y, además,
no le gusta cómo suena. Así que cambia de partitura y vuelve a la carga con un
tema más de su agrado.
Mi
hija mayor está sentada en el sofá, con una colcha sobre las piernas cruzadas,
dibujando en un cuaderno de bocetos que se compró el jueves pasado. Cada día dibuja
algo distinto, un rostro de mujer que aspira un perfume que le hace sangrar por
una de las fosas nasales, un gato sentado en el alféizar de la ventana
contemplando el cielo nocturno, o cualquier otra idea que responde a un reto. Sigue
una especie de calendario que le va proponiendo una serie de temas sobre los
que hacer un dibujo, uno cada día. Primero hace un boceto a lápiz y luego lo
repasa con rotulador y le da color. De vez en cuando, se separa del cuaderno,
tratando de juzgar su obra con cierta perspectiva, con los auriculares
conectados al teléfono móvil, y ladeando ligeramente la cabeza.
Mi
mujer, cual Penélope, está destejiendo una manta que empezó el invierno pasado.
Pero, a diferencia de la esposa de Ulises, no piensa volver a tejerla por la mañana,
y ya tiene planeando lo que hará con la lana. El malva, el blanco y el fucsia
se combinan en el trozo de tejido que ahora va, poco a poco, volviendo a formar
una madeja. Y, acto seguido, empieza a tejer otra vez.
Y
yo estoy sentado en mi butaca, con el portátil sobre las piernas. La luz de la pantalla
se refleja en los cristales de mis gafas, mientras empieza a oscurecer. Todavía
hay luz, pero pronto será insuficiente para todas nuestras tareas. De hecho, mi
hija pequeña ha encendido el flexo que tiene sobre el piano para iluminar la
partitura que interpreta con cierta indolencia. Un momento antes, mi mujer había
encendido la lamparilla para iluminar su labor de costura y, finalmente, mi hija
mayor ha optado por encender la lámpara del techo.
Pronto
anochecerá e interrumpiremos nuestros quehaceres dominicales para cocinar la
cena, ponernos el pijama o preparar las mochilas y elegir la ropa que
llevaremos mañana al instituto o a la oficina. Pero, mientras tanto, cada uno
por su lado, se concentra en su propia tarea. Mi hija mayor ha terminado su
nuevo dibujo. Una mano negra se extiende sobre un campo en llamas de color
amarillo. La piel parece estar abrasada por el fuego y recubrir un cuerpo
inmune al dolor. En uno de sus dedos, un anillo blanco como el hielo. La labor
de mi mujer va tomando forma y, ahora, parece un gorrito ceremonial.
El piano ha dejado de
sonar hace un rato y mi relato empieza a llegar a su fin. La noche cubre ahora
la calle y me invita a mirar el cielo desde el alfeizar de la ventana. Y, si presto
atención, todavía puedo escuchar las lejanas notas de un piano. El otoño tal
vez me haga soñar hoy con colchas de vivos colores, aunque un gorro de lana
también podría protegerme del frío antes de que llegue el invierno.