domingo, 14 de octubre de 2018

Canción de hielo y fuego


            Mi hija pequeña está tocando el piano. Hace ejercicios para mejorar la técnica y el sonido se va volviendo más grave a medida que sus manos se desplazan sobre el teclado. Al cabo de un rato, se levanta resoplando, dice que está cansada y que tiene calor. Abre la ventana, se sienta otra vez y sigue practicando sobre una partitura. Vuelve a levantarse, ahora se queja de que la mano no le llega y, además, no le gusta cómo suena. Así que cambia de partitura y vuelve a la carga con un tema más de su agrado.
            Mi hija mayor está sentada en el sofá, con una colcha sobre las piernas cruzadas, dibujando en un cuaderno de bocetos que se compró el jueves pasado. Cada día dibuja algo distinto, un rostro de mujer que aspira un perfume que le hace sangrar por una de las fosas nasales, un gato sentado en el alféizar de la ventana contemplando el cielo nocturno, o cualquier otra idea que responde a un reto. Sigue una especie de calendario que le va proponiendo una serie de temas sobre los que hacer un dibujo, uno cada día. Primero hace un boceto a lápiz y luego lo repasa con rotulador y le da color. De vez en cuando, se separa del cuaderno, tratando de juzgar su obra con cierta perspectiva, con los auriculares conectados al teléfono móvil, y ladeando ligeramente la cabeza.
            Mi mujer, cual Penélope, está destejiendo una manta que empezó el invierno pasado. Pero, a diferencia de la esposa de Ulises, no piensa volver a tejerla por la mañana, y ya tiene planeando lo que hará con la lana. El malva, el blanco y el fucsia se combinan en el trozo de tejido que ahora va, poco a poco, volviendo a formar una madeja. Y, acto seguido, empieza a tejer otra vez.
            Y yo estoy sentado en mi butaca, con el portátil sobre las piernas. La luz de la pantalla se refleja en los cristales de mis gafas, mientras empieza a oscurecer. Todavía hay luz, pero pronto será insuficiente para todas nuestras tareas. De hecho, mi hija pequeña ha encendido el flexo que tiene sobre el piano para iluminar la partitura que interpreta con cierta indolencia. Un momento antes, mi mujer había encendido la lamparilla para iluminar su labor de costura y, finalmente, mi hija mayor ha optado por encender la lámpara del techo.
            Pronto anochecerá e interrumpiremos nuestros quehaceres dominicales para cocinar la cena, ponernos el pijama o preparar las mochilas y elegir la ropa que llevaremos mañana al instituto o a la oficina. Pero, mientras tanto, cada uno por su lado, se concentra en su propia tarea. Mi hija mayor ha terminado su nuevo dibujo. Una mano negra se extiende sobre un campo en llamas de color amarillo. La piel parece estar abrasada por el fuego y recubrir un cuerpo inmune al dolor. En uno de sus dedos, un anillo blanco como el hielo. La labor de mi mujer va tomando forma y, ahora, parece un gorrito ceremonial.
El piano ha dejado de sonar hace un rato y mi relato empieza a llegar a su fin. La noche cubre ahora la calle y me invita a mirar el cielo desde el alfeizar de la ventana. Y, si presto atención, todavía puedo escuchar las lejanas notas de un piano. El otoño tal vez me haga soñar hoy con colchas de vivos colores, aunque un gorro de lana también podría protegerme del frío antes de que llegue el invierno.