domingo, 4 de noviembre de 2018

Nosotros y nuestras máquinas


            Desde pequeño me han fascinado los robots, las máquinas inteligentes capaces de realizar con solvencia trabajos y tareas para los que estarían mejor cualificados que el individuo más diestro. Y, como yo, supongo que cualquier niño se ha sentido hipnotizado por los movimientos sincronizados de los brazos mecánicos de una cadena de montaje o se ha quedado absorto viendo la forma en la que un pistón puede mover una rueda y hacer avanzar, por ejemplo, una locomotora de vapor sobre la vía férrea.
            Más tarde, la ciencia ficción me mostró un mundo infinito de posibilidades, en las que a mi fascinación por las máquinas se unía ese miedo ancestral a los robots con aspecto humanoide. Entre mis favoritos, está Gort, el gigante metálico invulnerable de Ultimatum a la Tierra, con un potencial destructivo sin límites, capaz de aniquilar a los seres humanos con un parpadeo, si estos no se mostraban dispuestos a escuchar el mensaje que venía a prevenirles de su propia capacidad de destrucción.
            Pero, 2001, una odisea en el espacio, me convenció de que el mayor peligro de las máquinas inteligentes, como Hal, radicaba en su capacidad para penetrar en la mente humana y, traicionando la confianza depositada en ellas, anticiparse a sus movimientos para tratar de subsistir, aún a costa de la vida de sus creadores. Y la sublimación de esta idea llegaría con Blade Runner, la película en la que Roy, el replicante, buscando desesperadamente un remedio a su corta esperanza de vida, mata a Tyrell cuando comprende que está condenado a morir, dejando atrás una existencia hecha de recuerdos que, en su mayor parte, ni siquiera le pertenecen.
            Volviendo a la realidad, y al primer motivo de mi fascinación por las máquinas, viendo los últimos vídeos de Boston Dynamics y a su robot Atlas caminando por la nieve, siendo hostigado por un ser humano mientras intenta llevar a cabo una tarea rutinaria, dando saltos mortales o haciendo parkour, ya no me cabe ninguna duda de que, dentro de poco, será posible que determinados trabajos de precisión, incluso en ambientes especialmente hostiles, en los que la vida de un ser humano se vería gravemente comprometida, podrán ser desarrollados por máquinas. Así que la idea de un ejército de androides asaltando una nave en llamas más allá de Orión ya no se me hace tan extraña.
            Últimamente se ha suscitado cierta controversia a propósito de la necesidad de programar a los coches autónomos para que, en determinadas situaciones, tomen decisiones en las que estaría involucrada la vida de seres humanos. Y, llegados a este punto, las leyes de la robótica de Asimov se han revelado insuficientes cuando, para resolver el dilema moral que se plantea en esos supuestos, no basta con que el robot esté programado para no hacer daño a un ser humano, por acción o por omisión, ni permitir que un ser humano sufra daño. E, incluso yendo un poco más allá, cuando obedecer un determinado código de programación o una orden explícita de un ser humano, entraría en conflicto con la primera ley. Por poner solo un par de ejemplos, ¿estaríamos dispuestos a que nuestro automóvil nos matara, a nosotros y/o a nuestros seres queridos, para salvaguardar la vida de otra u otras personas? ¿La vida de unas personas es más valiosa que la de otras? o ¿todas las vidas valen lo mismo?
Y si estas y otras cuestiones las trasladamos a un escenario catastrófico o a un conflicto bélico y las hacemos extensivas a máquinas que no se limiten a transportar bienes o personas, los dilemas morales se multiplican exponencialmente.
Llegados a este punto, creo que habrá que extremar el cuidado a la hora de establecer los programas y los algoritmos que hayan de ordenar el funcionamiento de esas máquinas. Pero, parece claro que los seres humanos estamos llenos de prejuicios y contradicciones, y nuestra escala de valores depende de nuestra sensibilidad, nuestro grado de empatía y, en definitiva, de nuestra subjetividad. Y por eso, desde mi punto de vista, estas cuestiones, aunque no pueden dejarse en manos de ‘expertos’, tampoco pueden resolverse recurriendo a plebiscitos. En todo caso, tengo claro que el comportamiento de nuestros replicantes dependerá de los valores vigentes en la sociedad en la que se hayan desarrollado. Así pues, cuidemos nuestras decisiones y vigilemos nuestro comportamiento porque estos, y no las máquinas, decidirán nuestro destino como especie y el futuro de nuestro planeta.