Necesito salir de casa estos días, ahora que el buen tiempo nos ofrece la oportunidad de acercarnos a la playa, saciarnos del mar salado y caminar descalzos por la arena caliente, de merodear por bosques susurrantes y palpar la corteza de los árboles, o también de levantarnos temprano para correr por sendas solitarias o atravesar la ciudad dormida en bicicleta. Es posible que dentro de algunas semanas no podamos hacerlo.
No
me desaniman el frío o la lluvia, pero cuando comience a declinar el verano y los
días se vayan haciendo cada vez más cortos también será más difícil estar
tiempo fuera de casa. Y, si tuviéramos que volver a quedarnos en la nuestra otra
larga temporada, seguramente lamentaría haber dejado pasar los largos días
soleados o no haberme concedido más tiempo para buscar lunas en el azul
profundo de los cielos de verano.
Cuando
vuelvan los días borrascosos, encontraré consuelo en los libros. A veces
necesito adentrarme por caminos que estén lejos de casa, pero también buscar
lecturas que me permitan ver el mundo que creo conocer desde una perspectiva diferente,
porque temo que si no lo hago, con el paso del tiempo, ese mundo puede llegar a
volverse extraño.
El
otro día leí en el periódico una reseña sobre un fenómeno meteorológico que se
conoce como espectros rojos. Son
ráfagas de electricidad visibles durante una fracción de segundo en tormentas
con aparato eléctrico, que pueden tener una extensión de varias decenas de
kilómetros y el aspecto de una gigantesca medusa de color rojo. Me fascina su
belleza sobrecogedora y querría disponer del tiempo suficiente y también del
sosiego necesario para descubrir esas y otras cosas asombrosas que oculta este
mundo que me parece conocer suficientemente bien, pero a veces me basta con
saber que todo eso existe, escuchar el testimonio de quienes lo han visto y ser
capaz de imaginar espectros rojos crepitando en el formidable estruendo de la
tormenta.