domingo, 5 de junio de 2022

Demérito

 

Hay cosas que se resisten a desaparecer, por mucho que cambien los tiempos. Una de ellas es la estupidez, la capacidad innata del ser humano de conducirse de manera equivocada y perseverar en sus errores generación tras generación. Y otra la monarquía.

Prueba de esto último es que Isabel II lleva la friolera de setenta y cinco años al frente de la casa real británica, a pesar de los escándalos y crisis que han sacudido a la familia real.

Y, por nuestra parte, después de dos repúblicas, de que un golpe de estado acabara con la segunda y cuarenta años de dictadura, hace casi cincuenta que tenemos un rey ocupando la jefatura del estado.

No obstante, en España la monarquía no goza del mismo anclaje institucional que en el Reino Unido y prueba de ello es que nuestros reyes han tenido que abdicar y ocasionalmente abandonar el país cuando el descontento social y las turbulencias políticas hicieron imposible que siguieran ciñendo la corona sobre sus regias cabezas.

En todo caso, esto debiera haber hecho conscientes a los herederos de la dinastía histórica de que no conviene dar pasos en falso, especialmente cuando se corre el riesgo de soliviantar al pueblo que también es soberano, pero por derecho propio.

En este sentido, la ejemplaridad que debe presidir el comportamiento de quienes gobiernan debe ser también la primera enseña de los que ocupan un lugar tan relevante por derecho de sangre y, en principio, no por sus propios merecimientos.

A pesar de ello, hay momentos en los que la historia pone a prueba a los soberanos, que pueden elegir entre salir corriendo o quedarse en su país aún a riesgo de que las bombas les sepulten bajo los escombros de sus palacios reales, o traicionando a quienes les designaron, apostar por un régimen parlamentario, aunque también sea para garantizar la supervivencia de la institución, pero arriesgándose a enfurecer a los guardianes de los principios que habían jurado obedecer.

En este sentido, la Wikipedia dice que un emérito (del latín ex, por, y meritus, mérito; 'por mérito, debido al mérito') es aquella persona que, después de haberse retirado del cargo que ocupaba, disfruta de beneficios derivados de una profesión como reconocimiento a sus buenos servicios en la misma; beneficios que pueden ser de diversa naturaleza según el rango y la institución de que se trate.

Ese comportamiento del que hablaba suele generar lealtades porque la lealtad es algo recíproco y, al contrario, es prácticamente imposible guardar lealtad a alguien que nos ha traicionado.

Y como actualmente, y en nuestro entorno, no es habitual que la guerra ponga en peligro los tejados de las residencias palaciegas ni los golpes de estado son previsibles a corto plazo, un monarca tiene pocas posibilidades de mostrar su determinación y, al mismo tiempo, la lealtad hacia sus súbditos, así que no le queda más oportunidad de exhibir sus virtudes que mostrándose virtuoso o, al menos, no exhibiendo lo contrario a un comportamiento presidido por la virtud.

Así, por ejemplo, irse a Botsuana a cazar elefantes mientras el pueblo pasa penurias tratando de sobrevivir a una crisis devastadora no es una buena idea, porque puede uno caerse y poner en evidencia, además de su declive físico, su real indiferencia hacia las vidas de sus súbditos. Y también conviene mostrar cierto recato a la hora de cortejar mujeres y elegir cuidadosamente amantes y compañeras para evitar que un desliz desafortunado muestre públicamente el precio de ciertas veleidades y haga despertar serias dudas sobre la licitud de la procedencia de los cuantiosos recursos que permiten llevar semejante tren de vida.

Pero, cuando ya es imposible escapar del juicio público y el desdoro de la institución propiciado por un comportamiento caprichoso y propio de las monarquías decimonónicas resulta evidente, abdicar puede ser lo más aconsejable y exiliarse una salida digna, siempre que no tenga como único propósito eludir la acción de la justicia. Ahora bien, volver del exilio, cuando se han sobreseído los procedimientos en curso, para participar en una regata probablemente no constituye el ejemplo más edificante.

Una vez escuché a un analista decir que el fin último de la monarquía es sobrevivir y ese objetivo guía todas sus acciones. Pero la verdad es que ciertos comportamientos parecen conducir irremediablemente en sentido contrario.