Llevo
dos semanas sin escribir una línea y, en ese breve espacio de tiempo, han
sucedido más cosas de las que me podía imaginar y que bien merecerían una
reflexión o, al menos, un comentario. Se han celebrado unas elecciones europeas
que, sobre el papel (o, mejor dicho, sobre las papeletas escrutadas), han
dinamitado formalmente la hegemonía de los dos partidos mayoritarios y
encumbrado desde la nada a una formación desconocida para la mayoría, o por lo
menos para mí, hasta el momento de anunciarse el resultado del recuento de
votos. Esas mismas elecciones, además del desinterés de la ciudadanía por este
tipo de procesos electorales, han puesto de manifiesto a nivel europeo un
ascenso vertiginoso de la extrema derecha. Por último, también en nuestro país,
la abdicación del Rey ha encendido un debate inédito hasta la fecha entre los
partidarios de la monarquía parlamentaria y los de un régimen republicano.
Yendo
por partes, en primer lugar creo que es interesante que la falta de
identificación de los ciudadanos con las formaciones políticas tradicionales
salga a relucir y ponga en jaque al actual sistema de partidos. Lo contrario
nos colocaría al borde de la parálisis institucional y nos abocaría, en el
plano económico, al menos, y probablemente en el ideológico también, a una
alternancia estéril que deja sin resolver cuestiones tan cruciales para el
futuro de una sociedad como la educación, el medio ambiente o la corrupción,
por poner solo algunos ejemplos.
En
segundo lugar, si el resultado de las elecciones a nivel europeo pone algo de
manifiesto es que la abstención, o el descontento que no se plasma en una
acción positiva y se queda en mera pasividad, se traduce en un ascenso del
radicalismo y, a medio plazo, puede conducir a la consolidación de formaciones
totalitarias que, desde la intolerancia, preconizan la exclusión como alternativa
al sistema establecido y respuesta única al descontento generalizado.
Por
último, el falso debate sobre la monarquía se plantea, desde mi punto de vista
y como tantas otras veces, sin una mínima reflexión sobre la alternativa que se
propone bajo la denominación genérica de ‘República’. Porque, como decía un
analista hace poco en una emisora de radio, no es lo mismo, por ejemplo, una
república de corte presidencialista que un mero cambio en la forma de designación
o elección de la persona que ha de ocupar la Jefatura del Estado. Pero, en
cualquier caso, no faltan quienes tratan de sacar partido al debate, ya sea
desde la izquierda, a la que, mientras se entretiene con estas cuestiones,
otras formaciones le adelantan, precisamente por la izquierda, o desde el
nacionalismo menos ilustrado que se recuerda. Con todo, lo peor es que siempre
hay alguien dispuesto a unirse a la causa sin pedir más explicaciones ni
hacerse, mucho menos hacer, ninguna pregunta, lo cual me lleva a la conclusión
de que no solo la abstención sino también el seguidismo catatónico puede
conducir a resultados imprevistos y, a menudo, no deseados por quienes
contribuyen inconscientemente a su consecución.