jueves, 3 de septiembre de 2015

Cuando el viento se levanta


            Esta semana he vuelto a salir a correr por la tarde, ahora que las temperaturas han bajado y el calor sofocante no te ahoga con cada zancada sobre el asfalto reblandecido. El martes, mi mujer y yo salimos juntos, aunque solo media hora, para evitar que las piernas se relajen demasiado y luego cueste más esfuerzo ponerse otra vez en movimiento; pero ayer salí yo solo, a última hora de la tarde, cuando empezaba a oscurecer.

            Me gusta correr al atardecer. Probablemente es la hora del día en que me siento más en sintonía con mi propio cuerpo, después de una jornada de trabajo que, ahora que estoy preparando un curso, me ocupa toda la mañana y buena parte de la tarde.

            Es el momento en que otros vuelven del trabajo en sus automóviles, también después de una larga jornada y, por eso, están más dispuestos a cederte el paso cuando tienes que cruzar alguna calle; y las madres regresan con los niños pequeños a casa, demorándose en los jardines llenos de columpios y toboganes. También es el momento en que empiezan a cerrar los comercios y en que, algunos días, las terrazas y veladores comienzan a llenarse de gente. Es una buena hora para pasear, si no hace mucho frío, y, cuando corro por el carril-bici, me voy cruzando con ciclistas y patinadores o las bicicletas me adelantan para detenerse en el próximo semáforo, donde con frecuencia les doy alcance y les tomo fugazmente la delantera.

            Cuando llegue el invierno, y empiece otra vez a hacer frío de verdad, me dará pereza cambiarme de ropa y calzarme las zapatillas; pero ahora y mientras dure el otoño todavía me quedan muchas carreras a la hora del crepúsculo, en las que poder pisar las hojas secas de los árboles y esquivar los charcos que dejarán sobre la acera las primeras lluvias que, a veces, me sorprenden lejos de casa obligándome a correr más deprisa para no terminar empapado la sesión de entrenamiento.

            A esa hora de la tarde, a veces, el viento se levanta, haciendo murmurar a los árboles y trae consigo el olor de una llovizna inminente, las estrellas empiezan a asomarse, entre las nubes en el pálido cielo vespertino y, entonces, el ritmo de la carrera se vuelve armonioso, los pies se posan con suavidad sobre la tierra y el cuerpo avanza ligero, como impulsado por esa brisa suave.