jueves, 15 de septiembre de 2016

Algunos hombres malos

         Este verano he leído dos novelas de Andrea Camilleri en la que, entre el desenvolvimiento de una trama absurda y la proliferación de situaciones delirantes, se asoman algunos servidores públicos cabales, justos en su proceder, sensatos y consecuentes con sus obligaciones que, no obstante, de forma invariable terminan postergados en el escalafón del que forman parte, y, en el peor de los casos, abatidos por un disparo, del que fueron blanco mientras cumplían con su deber y como consecuencia indirecta de la falta de rectitud moral de otros o de su incompetencia, que, paradójicamente, no les ha impedido ascender en ese mismo escalafón, al tiempo que les ha mantenido a cubierto de las balas.
         Cuando uno se topa en los libros con personajes nobles como estos de los que hablo, dispuestos a cumplir con su deber moral sin demandar contrapartidas, no puede por menos que simpatizar con su causa y también empatizar con aquellos en los que se ceba la desdicha o el trato injustificado de que el destino parece querer hacerles objeto, mientras criminales, incompetentes, cínicos, arribistas o demagogos consiguen prosperar pese a su currículum y a su miserable forma de actuar.
         Y es que, a veces, para lo bueno y para lo malo, la trayectoria vital de las personas no se justifica por sus logros, ni por su recto proceder o su solvencia profesional. No obstante, las circunstancias que nos rodean nos ponen a prueba a todos cada día y miden nuestra capacidad de respuesta ante lo que es justo o no lo es, empujándonos a actuar o impidiéndonos hacerlo.
         Otras veces, en la vida y salvando las distancias, uno se encuentra con acontecimientos similares y, ocasionalmente, puede ser víctima de ellos; porque el proceder desviado de algunos nunca se salda de forma gratuita y, aunque no lo parezca, siempre tiene un precio, una contrapartida, que pagaran otros o que sufrirán muchos, aunque ni siquiera sean conscientes de ello.
         Y, alrededor de esa trama, con sus héroes y sus villanos, muchas veces, el público en general e incluso los testigos presuntamente imparciales, observan en silencio, pero no atónitos, perplejos o sobrecogidos; sino con una mezcla de indolencia y pasiva complicidad, sin atreverse a actuar, desde luego, pero sin abrir tampoco la boca ni siquiera para describir con objetividad lo acaecido, aunque alguien les pregunte por haberlo presenciado o conocerlo de primera mano.
         Estos días, las noticias dan cuenta del caso de unos menores tutelados por la Generalitat de Cataluña que habrían sido captados por una red de pedofilia. Y, ante la enorme gravedad del suceso y la cuestionable actuación de la Administración Pública que tenía encomendada la custodia de dichos menores, esa misma administración esgrime en su defensa argumentos tan peregrinos como que se trataba de ‘adolescentes vulnerables’, procedentes de familias desestructuradas, o que nos encontraríamos ante una red criminal muy especializada y con más de catorce años de trayectoria, o que ‘los niños del sistema de protección no viven todo el día encerrados’ y ‘hacen las mismas actividades que cualquier otro niño’ o, por último, que dos de los menores ya habían tenido relaciones con los pederastas antes de entrar en el sistema público de protección a la infancia y la adolescencia; como si tales circunstancias, que son las que obligan a intervenir a la administración, precisamente cuando no existe una estructura familiar que pueda proteger a esos niños o a esos adolescentes que, en el peor de los casos, puede ya haber sido víctimas de redes de explotación infantil, pudieran justificar tamaño escándalo y permitir que los gestores del sistema eludan su clamorosa responsabilidad ante un fallo tan estrepitoso del sistema de cuyo correcto funcionamiento eran garantes; o como si el hecho de que dicha organización criminal viniera actuando impunemente desde hace catorce años aliviara la grave responsabilidad de la administración, primeramente en cuanto a su detección y luego en su neutralización posterior.

         Cada vez que, en el trabajo, en la escuela o en nuestro vecindario actuamos de una determinada manera o dejamos de hacerlo, y siempre que, con esa manera de conducirnos, dejamos el destino de la colectividad de la que formamos parte en manos de individuos carentes de ética o, sencillamente, ineptos, no solo nos arriesgamos a vernos desbordados por los acontecimientos posteriores, de los que nuestra actitud poco reflexiva y dada a la pasividad puede ser causa próxima o remota, sino que corremos el riesgo de convertirnos en parte de esa conjura en la que otros pueden actuar impulsados por móviles abyectos y, con más frecuencia de la que imaginamos, merodean individuos sin escrúpulos.