domingo, 28 de octubre de 2018

Correr en la oscuridad


            Con el cambio de hora, el domingo apetece quedarse un poco más de tiempo en la cama, sabiendo que uno dispone de esa renta extra de sesenta minutos, que, bien administrada, podría invertir en cualquier otra cosa, pero que, la primera hora de la mañana invita a derrochar remoloneando un poco más de lo habitual.
            Luego parece que está justificado demorarse en las actividades cotidianas. Incluso puedo esperar a que haga un poco de más calor para salir a correr por el parque, que a esa hora estará húmedo y todavía algo solitario, y aumentar mi tirada en un par de kilómetros, sin que se me haga demasiado tarde.
            Pero después, cuando va pasando el tiempo y todos los relojes de la casa ya marcan la nueva hora, resulta que la noche viene a mi encuentro antes de lo que tenía previsto y la mitad de la tarde transcurre entre tinieblas, tengo que encender la luz para seguir leyendo y, cuando se pone el sol, el frío empieza a elevarse del suelo y me hace echar de menos una alfombra bajo los pies.
            A partir del lunes, cuando salga a correr entre semana estará atardeciendo y regresaré a casa de noche. Tendré que cambiar de itinerario para evitar tropezar o meter el pie en algún agujero en las zonas más umbrías del parque y debería empezar a usar reflectantes o, incluso, un piloto para evitar malos encuentros con bicicletas y patinetes y, también, con algún conductor despistado.
            Salir a correr a determinadas horas, a veces, intimida un poco. No me refiero a las horas vespertinas. Por la tarde, las calles están todavía llenas de gente. Pero hubo una época en la que me levantaba de madrugada, cuando apenas circulan coches y a los transeúntes es difícil verles la cara hasta que pasas por su lado. En verano, al poco, empieza a clarear y las sombras se disipan rápidamente. Pero, en invierno, a las bajas temperaturas se suma un silencio que solo perturba el ruido de las pisadas sobre el asfalto o la acera y la respiración rítmica que revela la intensidad del esfuerzo y delata la presencia de un corredor a decenas de metros.
            Muchas veces, me he preguntado que hacían a esa hora en la calle individuos que parecían aguardar mi paso apoyados en la columna de un soportal o sentados con la espalda apoyada en el cristal del escaparate de tiendas que no abrirían al público hasta dos o tres horas después. También me ha intrigado porqué algunos conductores esperaban a oscuras dentro del habitáculo de sus automóviles hasta el preciso momento en que pasaba por delante de ellos para accionar el contacto y encender los faros. Y todavía no he podido comprender porque, a esas horas, tipos que tal vez serían incapaces de salir de sus camas para ir al baño, sacaban a pasear a sus perros y esperaban pacientemente a que estos terminasen de olisquear cualquier hierbajo antes de marcar su territorio, expulsando vapor de agua por las narices o fumando un cigarrillo. También recuerdo que, durante semanas, me cruzaba cada mañana con una mujer que llevaba de su mano a un niño muy pequeño arrastrando penosamente un carrito con una mochila y quejándose inútilmente de su penosa travesía.
            En la ficción, antes del amanecer se cometen los crímenes más horrendos, los fugitivos huyen de sus escondites y los amantes cogen trenes en estaciones desiertas. Los soldados rezan en las trincheras temiendo los horrores que traerá consigo el nuevo día y los barcos parten con destino a mares desconocidos. Y hace algunos años, a esa hora incierta, cuando mi hija pequeña todavía dormía en su cunita al lado de nuestra cama, me levanté a oscuras y, tratando de no hace ruido, me puse un par de zapatillas de suela dura, un pantalón corto de deporte y un jersey viejo, salí a la calle algo intimidado por la oscuridad reinante, y me puse a correr, no muy deprisa, con el cuerpo entumecido y sintiendo el frío en la cara y en las manos. Cuando volví a casa, al cabo de diez minutos, sudaba y tenía la respiración entrecortada, y, al entrar en el dormitorio, todavía a oscuras, el aire tibio de la habitación y la respiración acompasada de Isabel y de mi hija me hicieron sentir otra vez seguro y en paz.
            Creo que, desde entonces, cada vez que he salido a correr por la noche, lo he hecho tratando de volver a ese lugar.