domingo, 17 de diciembre de 2017

Desconectado

            Hace diez días mi móvil se apagó definitivamente. Así que, después de que todas las maniobras de reanimación resultaran infructuosas, decidí tratar de encender mi viejo teléfono, que dormía olvidado en un cajón desde que me compré el nuevo, el que hace diez días se murió de improviso, después de una última actualización que lo dejó definitivamente fuera de combate.
Al viejo le costó despertarse, pero la batería acumulaba carga suficiente como para encenderlo y recuperar la fotografía que tenía de protector de pantalla cuando, hace un par de veranos, decidí darme una ducha después de correr un buen rato por la playa, con la equipación deportiva todavía puesta y también una banda elástica que llevó debajo de la camiseta, donde guardo las llaves, el teléfono y, a veces, algo de dinero para el autobús, por si me tuerzo un tobillo o algún percance me impide volver a casa por mi propio pie, o si pienso comprar algo para desayunar con las niñas, como unas ensaimadas o un papelón de churros, o para una botella de gatorade, cuando tengo previsto hacer una tirada larga y, durante los últimos kilómetros, solo ese elixir azul es capaz de hacerme avanzar todavía más deprisa, acallando las protestas de mi cuerpo resentido por el esfuerzo.
La fotografía en cuestión era de mis hijas estirando conmigo en un banco del parque y todo un recordatorio de que mi teléfono no había olvidado que mi afición al deporte acabó con su primera vida y lo condenó al abandono en el fondo de un cajón junto a un juego de llaves, unos diminutos guantes de lana, una bolsa de pilas para llevar a un punto de reciclaje y otros objetos inútiles.
Pero, después de recuperar sus constantes vitales, mi antiguo dispositivo se apresuró en hacerme saber que el tiempo transcurrido, a pesar de su largo y reparador letargo, le había dejado algunas secuelas, o, dicho de otra manera, que había una serie de cosas que ya no era capaz de hacer. Así que nada de prensa digital, nada de enviar videos por whatsapp, nada de acceder a enlaces y, por supuesto, nada de redes sociales. Para colmo, un mensaje venido del averno me recordaba constantemente que tenía un número incontable de actualizaciones pendientes. Pero cuando ya se te ha muerto un dispositivo aparentemente joven y sano por culpa de una actualización rutinaria, no estás dispuesto a hacerle esa faena a tu viejo compañero, ese que te ha acompañado en la preparación de dos maratones y con el que incluso, ocasionalmente, has compartido alguna ducha.
Así que esta semana he estado leyendo un libro en el autobús, he desayunado en bares que ponen periódicos de papel a disposición de la clientela, y, no pudiendo hacer otra cosa con el móvil, le he dado un repaso a la galería de fotografías y vídeos, eliminando las fotos del papel higiénico que le mando a mi mujer desde el hipermercado cuando no tengo muy claro cuál he de comprar y otras por el estilo. También me ha sido imposible comentar nada sobre los vídeos, noticias y enlaces diversos que me han llegado a través del whatsapp, por la sencilla razón de que no podía verlos. Para colmo de males, mi lista de contactos se ha desvanecido, con las solas excepciones de los miembros de mi familia, los jugadores de mi compañía de rol y mi profesor de bajo eléctrico, que son, por otro lado, las únicas personas con las que mantengo contacto regularmente. El inconveniente de esto último es que, de vez en cuando, suena el teléfono y, como no sé quién me está llamando, tengo que descolgar y puedo encontrarme con la sorpresa de que sea alguien a quien tenía catalogado con etiquetas como ‘trata de venderme algo’ o ‘el que pregunta por Andrés’.
Afortunadamente, desde ayer dispongo de un nuevo teléfono, así que vuelvo a estar conectado, ya no me preocupa que en la cafetería no tengan periódico y, si lo tienen, no lo dejaré perdido con el aceite de mi tostada; y ahora que he terminado el libro que estaba leyendo, supongo que volveré a concentrarme en la pantalla del móvil, como hace la gente normal que viaja conmigo en el autobús. ¡Ah sí!, las fotografías de productos del hipermercado y memes diversos empiezan a proliferar en mi galería como una infección inmune a los antibióticos. Además, poco a poco, iré rehaciendo mi lista de contactos (de momento, ya tengo fichados al asesor financiero de mi banco, al vendedor de pólizas de seguro y al amigo de Andrés; aunque también estoy pensando en crear un grupo de whatsapp con ellos, ¿quién sabe?, a lo mejor, podría surgir algo interesante) y si recibo una felicitación esta Navidad, será divertido tratar de averiguar de quién se trata, aunque también es verdad que yo no voy a poder felicitar a nadie por propia iniciativa. Hasta cierto punto, puedo decir que mi vida, social, empieza de nuevo. Es como sí yo también me hubiera reiniciado.

Os estaréis preguntando que ha sido de mi viejo teléfono. Pues está a punto de volver al cajón. La verdad es que no ha sabido adaptarse al paso del tiempo y, no es que yo sea un fanático de los dispositivos móviles, pero, al lado del nuevo, se ve tan chiquito y anticuado… Además, cuando, al encenderlo de nuevo, después de que la luz de la pantalla palpitara débilmente durante unos segundos, la foto en que se me ve sonriendo en mitad de mis ejercicios de estiramiento apareció súbitamente, me dio un poco de mal rollo. Me acorde de ‘2001, una odisea del espacio’ y de Hall leyendo los labios de los astronautas en la estación espacial antes de decidir eliminarlos uno por uno, y me imagine un alma cibernética negra y rencorosa despertando de un sueño profundo y tomando conocimiento, a través de la tarjeta sim, de mis andanzas durante los años que hemos estado separados. Así que no quiero no correr riesgos, aunque no sé si debería limitarme a devolverlo al cajón. Prefiero no imaginarme su reacción dentro de algún tiempo, si, por una de aquellas, tuviera que volver a reanimarlo.