domingo, 15 de noviembre de 2020

Aquella ola

             De vez en cuando sueño con olas gigantes que avanzan hacia la costa cómo un muro de agua imposible de contener que se levanta todopoderoso, impelido por una oscura fuerza submarina surgida de las profundidades. Entonces, busco a mis hijas, que, en mis sueños, todavía son pequeñas, y tomándolas de la mano, trato de encontrar una atalaya en la que ponerlas a salvo de la devastación inminente, aunque siempre me despierto antes de que el mar enfurecido llegue hasta nosotros.

            Desconozco el origen y más aún el significado de esos sueños recurrentes, pero he leído recientemente que el deshielo de los glaciares en el Ártico y el consiguiente desprendimiento de grandes masas de tierra sobre el mar podría provocar tsunamis de enormes proporciones, generando olas de cientos de metros de altura que penetrarían tierra adentro durante decenas de kilómetros arrasándolo todo a su paso, aunque mis visiones son anteriores a esas lecturas y lo cierto es que vivo a miles de kilómetros de la costa de Alaska.

            También leí en una ocasión el testimonio de un surfista que estuvo a punto de perecer en las playas de Nazaré. Allí las olas alcanzan la altura de un edificio de diez pisos, no se pueden abordar sin la ayuda de una moto acuática y dicen los expertos que no hay zonas seguras y otras de impacto, porque las olas son impredecibles y pueden romper en cualquier sitio. En esas playas de la costa portuguesa, cuando una ola derriba a un surfista, salir de nuevo a la superficie puede ser mucho más difícil que cabalgar sobre ella y convertirse en una experiencia angustiosa incluso para los deportistas más avezados.

            Nunca he visitado el Ártico, pero hace años estuvimos en las playas de Nazaré. Era una mañana brumosa y las olas gigantes de decenas de metros de altura surgían de improviso entre la niebla llevando sobre ellas unas figuras diminutas enfundadas en trajes de neopreno que se mantenían en precario equilibrio sobre sus tablas, como si se hubieran encaramado sobre la espalda de un leviatán adormecido, al que hubiesen despertado accidentalmente. Su sola contemplación causaba vértigo pero al mismo tiempo resultaba imposible apartar la mirada de aquella visión casi sobrenatural.

            Mi primer recuerdo del mar lo asocio a una playa azotada por el oleaje en la que, durante años, traté infructuosamente de aprender a nadar. Me acuerdo de que cada vez que cogía suficiente confianza para tenderme sobre el agua con ayuda de una pelota, una ola me revoleaba invitándome a tomar un buen trago de agua salada. También me acuerdo de que me levantaba de un salto para asegurarme lo antes posible de que seguía haciendo pie, de que tosía, echaba el agua por la nariz y de que la garganta me escocía durante un buen rato. Tuvo que pasar bastante tiempo para que, en otra playa remota, con más de veinte años, mi novia me diera la confianza suficiente para intentarlo de nuevo, aunque, al principio, cuando estaba haciendo el muerto y el agua me cubría las fosas nasales, seguía dando un respingo y tratando de recuperar la verticalidad a toda prisa.

            Muy cerca de esa playa, en una mañana de intenso oleaje en la que resultaba imposible bracear sin ser engullido a causa del embate constante del mar, cuando recaía sobre mí la labor de familiarizarles con el océano, mis hijas, mi sobrino y yo estuvimos jugando con unas tablas para niños a tumbarnos sobre las olas para dejar que nos impulsaran hasta la orilla. Salvando las distancias con los profesionales del surf, también aquí había que elegir el momento adecuado para darse la vuelta y tomar la ola que fuera capaz de impulsarnos hasta la arena. Recuerdo que, después de varios intentos, una cresta espumosa me llevó a toda velocidad hasta dejarme varado en la playa. Aquel día, jugando con las olas, me sentí otra vez como un niño y creo que me reconcilie definitivamente con el mar.