De vez en cuando el cuerpo manda señales,
unas veces sutiles, otras veces no tanto, que nos recuerdan la materia de la
que estamos hechos; que no solo somos una mente consciente, una inteligencia
desarrollada, un espíritu cultivado, un alma inmortal; sino también un
esqueleto conformado por huesos susceptibles de quebrarse, un sistema
circulatorio capaz de colapsarse, unas vías respiratorias expuestas a
infecciones y un aparato digestivo que no solo se muestra sensible a nuestros
estados de ánimo.
El cuerpo, además, tiene memoria, y recuerda
los trances por los que ha tenido que atravesar o por los que lo hemos hecho
pasar; aunque nosotros, con el tiempo, no siempre seamos enteramente
conscientes de la experiencia sensible a la que hemos estado expuestos. No obstante, de vez en cuando, esa
experiencia deja alguna cicatriz, que nos ayuda a recordar más fácilmente una vivencia
de la que no siempre salimos incólumes.
En la parte final de Tempestades de acero, Junger hace un
repaso del número de heridas que habría sufrido durante la Gran Guerra. De
todas guarda una cicatriz, pero, a lo largo del libro, recuerda con mucha más
nitidez la experiencia del combate, las circunstancias que rodearon el momento
en que fue alcanzado por la metralla o un obús lo hizo volar por los aires o el
compañero de armas que lo acompañaba, esa mañana concreta en aquel tramo de
trinchera.
Supongo
que los soldados de verdad están rodeados de un aura que los hace parecer
invencibles. No importa que les falte un brazo o tengan que caminar ayudados
por una muleta. En cada cicatriz se muestra su tenacidad, su decidida vocación
de perdurar más allá de las adversidades, sin concesiones ni lamentos.
Las heridas cicatrizan más tarde o más
temprano. Pueden alterar la apariencia, dejar secuelas u obligar a cambiar de
hábitos, pero, por encima de cualquier otra cosa, recuerdan al que las ha
sufrido y también a los demás que fue capaz de vencer, demuestran que tras
la aparente fragilidad de su cuerpo reside un espíritu indomable y que muy por
encima de esa experiencia sensible y a veces dolorosa planea la voluntad
insobornable de gobernar la propia existencia.