domingo, 24 de noviembre de 2019

Espíritu indomable


         De vez en cuando el cuerpo manda señales, unas veces sutiles, otras veces no tanto, que nos recuerdan la materia de la que estamos hechos; que no solo somos una mente consciente, una inteligencia desarrollada, un espíritu cultivado, un alma inmortal; sino también un esqueleto conformado por huesos susceptibles de quebrarse, un sistema circulatorio capaz de colapsarse, unas vías respiratorias expuestas a infecciones y un aparato digestivo que no solo se muestra sensible a nuestros estados de ánimo.
         El cuerpo, además, tiene memoria, y recuerda los trances por los que ha tenido que atravesar o por los que lo hemos hecho pasar; aunque nosotros, con el tiempo, no siempre seamos enteramente conscientes de la experiencia sensible a la que hemos estado expuestos. No obstante, de vez en cuando, esa experiencia deja alguna cicatriz, que nos ayuda a recordar más fácilmente una vivencia de la que no siempre salimos incólumes.
         En la parte final de Tempestades de acero, Junger hace un repaso del número de heridas que habría sufrido durante la Gran Guerra. De todas guarda una cicatriz, pero, a lo largo del libro, recuerda con mucha más nitidez la experiencia del combate, las circunstancias que rodearon el momento en que fue alcanzado por la metralla o un obús lo hizo volar por los aires o el compañero de armas que lo acompañaba, esa mañana concreta en aquel tramo de trinchera.
Supongo que los soldados de verdad están rodeados de un aura que los hace parecer invencibles. No importa que les falte un brazo o tengan que caminar ayudados por una muleta. En cada cicatriz se muestra su tenacidad, su decidida vocación de perdurar más allá de las adversidades, sin concesiones ni lamentos.
         Las heridas cicatrizan más tarde o más temprano. Pueden alterar la apariencia, dejar secuelas u obligar a cambiar de hábitos, pero, por encima de cualquier otra cosa, recuerdan al que las ha sufrido y también a los demás que fue capaz de vencer, demuestran que tras la aparente fragilidad de su cuerpo reside un espíritu indomable y que muy por encima de esa experiencia sensible y a veces dolorosa planea la voluntad insobornable de gobernar la propia existencia.