viernes, 31 de agosto de 2018

Al final de la escapada


            Últimamente estoy leyendo en el periódico noticias sobre hallazgos que tienen que ver con el cambio climático y la subida de la temperatura del planeta, que dejan al descubierto cuerpos atrapados en el hielo durante décadas, inscripciones antiguas en la roca, que se muestran a la luz como consecuencia de la disminución del cauce de un río, o especies sin catalogar que vivían bajo el hielo polar sin que los científicos hubieran tenido, hasta ahora, oportunidad de examinarlas o conocer siquiera de su existencia.
            A veces, el hallazgo en cuestión sirve para desvelar el enigma que rodeaba una desaparición, como la de aquel joven funcionario del Ministerio de Finanzas francés que abandonó su hotel hace 64 años para irse a esquiar entre las nieves perpetuas y los hielos del monte Cervino, con sus lentes de concha, su reloj Omega, de un modelo que solía venderse en las colonias francesas del norte de África, y un equipo de esquí que revelaba su elevada posición social; o la pareja formada por la maestra y un zapatero de una pequeña aldea que cayeron en la grieta de un glaciar, cuando iban a ordeñar su modesto rebaño de vacas, y permanecieron allí abrazados durante 75 años, dejando huérfanos a sus siete hijos, desperdigados después a los cuatro vientos, pero capaces de reunirse cada 15 de agosto para subir hasta el glaciar y pasear entre los campos de hielo.
            Otras veces, el descubrimiento avisa de la inminencia de una catástrofe. Es el caso de las ‘piedras del hambre’, que este verano han aparecido en el cauce del río Elba, a su paso por la localidad checa de Decín. Las piedras del hambre son rocas situadas en los cauces de ríos o lagos labradas en la Edad Media con inscripciones que avisan del advenimiento de una sequía y, con ella, de malas cosechas, hambrunas, enfermedades y muerte. La advertencia se plasma en forma de sentencias del estilo de “Cuando me veas, llora” o “Antes lloramos. Ahora lloramos. Tú también llorarás”.
            La ruptura de capas de hielo en el Antártico ha permitido descubrir nuevas especies de lirios de mar, erizos de aguas profundas, gambas gigantes, anémonas o esponjas vítreas. En este caso, sin embargo, aunque su descubrimiento no tenga una semblanza tan siniestra como la de las piedras del hambre, podrían estar anunciando una catástrofe de dimensiones mucho mayores.
            No obstante, a pesar de lo fascinante de cualquiera de estos hallazgos, para mí, ninguno supera el de Ötzi, un hombre de cuarenta y cinco años, que fue encontrado por una pareja de montañeros en los Alpes austriacos, muerto de un flechazo que había recibido por la espalda cinco mil años antes. Cuando fue alcanzado por esa flecha, Ötzi, que se vestía con cinco tipos de pieles diferentes, llevaba consigo una daga con el filo muy gastado, dos puntas para catorce flechas que no había podido terminar de montar, un hacha de cobre y un arco también sin terminar. Además, los estudios realizados por expertos revelan que huía, y todo apunta a que llevaba tiempo haciéndolo; y que, antes de su última ascensión hasta los 3.000 metros de altura, donde le alcanzó la muerte, había descendido al valle, y que tuvo un enfrentamiento que le dejó la mano derecha herida. Así que todo apunta a que Ötzi tenía motivos para huir y que su o sus perseguidores debían tener también razones muy poderosas para perseguirle con esa tenacidad.
            He oído que los osos polares, los pingüinos y otras especies se están desplazando desde su hábitat natural en busca de regiones más frías. En su caso, puede que nadie les persiga, pero parece que igualmente se trata de una cuestión de supervivencia y que no necesitan que las piedras les adviertan del peligro que les acecha. Pero también he leído que, bajo el hielo del Ártico, crece un bosque de fitoplancton y que puede ser debido al cambio climático, pues las bajas temperaturas no permitían el crecimiento de especies vegetales, y que las especies se adaptan al entorno mientras tengan recursos que les permitan sobrevivir. Y creo que la lucha por la supervivencia nos caracteriza por igual a todos los seres vivos y, en particular, a nosotros como especie, lo que me permite albergar todavía una cierta esperanza, salvo que la imprudencia nos conduzca a una profunda grieta en el hielo de la que no podamos escapar por nuestros propios medios, o que hayamos hecho algo tan malo que sus consecuencias nos persigan hasta darnos muerte al final de la escapada.