Mis
hijas se han aficionado a una serie japonesa de dibujos animados manga que anda
circulando por Internet, cuyos protagonistas forman una tripulación pirata un
poco peculiar que va corriendo aventuras a través de escenarios de lo más
variopinto, exhibiendo unos poderes, que, en la mayor parte de los casos,
tienen su origen en la ingesta de las llamadas ‘nueces de Belcebú’. El dibujo
no está mal y la recreación de personajes tiene su gracia, aunque a veces la
trama, que suele ser predominantemente humorística, deriva hacia el drama y por
momentos me recuerda otros dramas acontecidos entre los Apeninos y los Andes.
Y, entre tanto, el grupo de piratas va incorporando nuevos miembros que han de
enfrentarse con enemigos cada vez más poderosos, un poco al estilo de Bola de Dragón.
Una
buena parte de estas historietas, ya se publiquen en formato de comic o como
series de animación, tienen un denominador común en la irrupción de lo
sobrenatural en el mundo real, y el conflicto subsiguiente entre quienes hacen
uso de esos poderes sobrenaturales para hacer el bien y quienes tratan de
pervertir el orden establecido sembrando el caos y la destrucción a su paso.
Anoche,
viendo ‘El hombre de acero’, me
pareció que el guion, en un tono un tanto melancólico, sugería la misma idea al
presentar el conflicto interior de un joven Superman al que su padre adoptivo
aconseja que no se revele al mundo hasta que esté seguro de quien es y del
papel que quiere jugar en la historia de la humanidad. Y, naturalmente, frente
al superhéroe, surge el supervillano, que normalmente no tiene dudas y acomete
sus fechorías sin detenerse ni un instante a calibrar las consecuencias de sus
actos y que, cual Terminator, no sabe
lo que es el miedo o la compasión ni le atormenta el remordimiento.
Normalmente,
en este tipo de historias, el bien termina prevaleciendo y el malo, o los
malos, sucumbiendo ante el héroe, al que sus buenos sentimientos suelen
granjear la amistad de criaturas inferiores pero determinantes a la hora de la
verdad. A lo anterior se une frecuentemente la autocomplacencia del malo que en
la última escena suele relajarse más de la cuenta y subestimar a la chica o al
amigo tirillas que casualmente andaba por allí para amargarle la fiesta.
Y
todo lo anterior me lleva a preguntarme qué pasaría si en el mundo real apareciesen
mutantes, al estilo de la serie ‘Héroes’,
dotados de poderes sobrenaturales que les hiciesen virtualmente invulnerables a
los disparos de la policía y a los puñetazos de los ciudadanos de a pie. ¿Cómo
utilizaría la mayoría esos superpoderes? ¿Se dedicaría a ayudar a la humanidad
desde el anonimato o conformándose con recibir el agradecimiento de la
sociedad, proclamándose protectores de los débiles y defensores de la justicia,
o se dejarían corromper por un poder no conquistado por vías democráticas sino
obtenido por capricho del azar?
En
nuestra sociedad tenemos algunos ejemplos de ciudadanos a los que se otorgaron
poderes extraordinarios que les daban la posibilidad de hacer cosas que el
resto de los mortales solo podríamos lograr con gran esfuerzo o no menor
sacrificio; poderes que parecían hacerles invisibles para el resto de la
ciudadanía y opacos a los medios de comunicación, sustraerles al control de la
Hacienda Pública e incluso blindarles frente a la acción de la justicia. Estos
poderes se instrumentalizaban a través de unas tarjetas opacas sin límite de
crédito de las que podían hacer uso sin rendir cuentas a nadie, ni siquiera
ante la entidad que se las había concedido; y entre sus titulares había
individuos de diversa extracción política y social. No obstante, ninguno de
ellos, que se sepa, hizo un uso desinteresado de este acceso ilimitado al
crédito, sino que se dedicaron a adquirir bienes o pagar servicios que solo les
favorecían a ellos y que, en algunos casos, hubiera estado feo que figuraran en
sus declaraciones del IRPF en el concepto que fuera. El viernes pasado Jordi Évole
defendía, en el programa ‘Los viernes al
show’, que los ciudadanos normales habrían hecho un mejor uso de esas
tarjetas en todo caso; pero la verdad, aunque es difícil hacerlo peor, yo me
cuestiono esta afirmación; quizá porque, cómo dijo Jordi Pujol en una
entrevista precisamente con Jordi Évole, el poder siempre corrompe en alguna
medida (seguramente lo decía por propia experiencia).
Así
que no quiero imaginarme un mundo en el que proliferasen individuos dotados de
superpoderes, porque, superados los escrúpulos iniciales, es probable que la
mayoría hiciese un uso interesado de esas facultades y obligara al resto a
poner a salvo sus posesiones o incluso sus vidas para evitar males mayores. Con
todo, siempre habrá personas que, con poderes o sin ellos, se impliquen en
cuestiones no crematísticas y sin que les vaya ningún beneficio en ello, como
Schindler, Vicente Ferrer, Gandhi o Nelson Mandela o, desde el anonimato, los
médicos (cuyo poder consiste en curar) desplazados a Guinea Conakry o Sierra
Leona para luchar contra el ébola mientras la mayoría de los gobiernos
occidentales se preocupan tan solo de blindar sus fronteras para evitar
contagios.