domingo, 26 de octubre de 2014

Las nueces de Belcebú




            Mis hijas se han aficionado a una serie japonesa de dibujos animados manga que anda circulando por Internet, cuyos protagonistas forman una tripulación pirata un poco peculiar que va corriendo aventuras a través de escenarios de lo más variopinto, exhibiendo unos poderes, que, en la mayor parte de los casos, tienen su origen en la ingesta de las llamadas ‘nueces de Belcebú’. El dibujo no está mal y la recreación de personajes tiene su gracia, aunque a veces la trama, que suele ser predominantemente humorística, deriva hacia el drama y por momentos me recuerda otros dramas acontecidos entre los Apeninos y los Andes. Y, entre tanto, el grupo de piratas va incorporando nuevos miembros que han de enfrentarse con enemigos cada vez más poderosos, un poco al estilo de Bola de Dragón.

            Una buena parte de estas historietas, ya se publiquen en formato de comic o como series de animación, tienen un denominador común en la irrupción de lo sobrenatural en el mundo real, y el conflicto subsiguiente entre quienes hacen uso de esos poderes sobrenaturales para hacer el bien y quienes tratan de pervertir el orden establecido sembrando el caos y la destrucción a su paso.

            Anoche, viendo ‘El hombre de acero’, me pareció que el guion, en un tono un tanto melancólico, sugería la misma idea al presentar el conflicto interior de un joven Superman al que su padre adoptivo aconseja que no se revele al mundo hasta que esté seguro de quien es y del papel que quiere jugar en la historia de la humanidad. Y, naturalmente, frente al superhéroe, surge el supervillano, que normalmente no tiene dudas y acomete sus fechorías sin detenerse ni un instante a calibrar las consecuencias de sus actos y que, cual Terminator, no sabe lo que es el miedo o la compasión ni le atormenta el remordimiento.

            Normalmente, en este tipo de historias, el bien termina prevaleciendo y el malo, o los malos, sucumbiendo ante el héroe, al que sus buenos sentimientos suelen granjear la amistad de criaturas inferiores pero determinantes a la hora de la verdad. A lo anterior se une frecuentemente la autocomplacencia del malo que en la última escena suele relajarse más de la cuenta y subestimar a la chica o al amigo tirillas que casualmente andaba por allí para amargarle la fiesta.

            Y todo lo anterior me lleva a preguntarme qué pasaría si en el mundo real apareciesen mutantes, al estilo de la serie ‘Héroes’, dotados de poderes sobrenaturales que les hiciesen virtualmente invulnerables a los disparos de la policía y a los puñetazos de los ciudadanos de a pie. ¿Cómo utilizaría la mayoría esos superpoderes? ¿Se dedicaría a ayudar a la humanidad desde el anonimato o conformándose con recibir el agradecimiento de la sociedad, proclamándose protectores de los débiles y defensores de la justicia, o se dejarían corromper por un poder no conquistado por vías democráticas sino obtenido por capricho del azar?

            En nuestra sociedad tenemos algunos ejemplos de ciudadanos a los que se otorgaron poderes extraordinarios que les daban la posibilidad de hacer cosas que el resto de los mortales solo podríamos lograr con gran esfuerzo o no menor sacrificio; poderes que parecían hacerles invisibles para el resto de la ciudadanía y opacos a los medios de comunicación, sustraerles al control de la Hacienda Pública e incluso blindarles frente a la acción de la justicia. Estos poderes se instrumentalizaban a través de unas tarjetas opacas sin límite de crédito de las que podían hacer uso sin rendir cuentas a nadie, ni siquiera ante la entidad que se las había concedido; y entre sus titulares había individuos de diversa extracción política y social. No obstante, ninguno de ellos, que se sepa, hizo un uso desinteresado de este acceso ilimitado al crédito, sino que se dedicaron a adquirir bienes o pagar servicios que solo les favorecían a ellos y que, en algunos casos, hubiera estado feo que figuraran en sus declaraciones del IRPF en el concepto que fuera. El viernes pasado Jordi Évole defendía, en el programa ‘Los viernes al show’, que los ciudadanos normales habrían hecho un mejor uso de esas tarjetas en todo caso; pero la verdad, aunque es difícil hacerlo peor, yo me cuestiono esta afirmación; quizá porque, cómo dijo Jordi Pujol en una entrevista precisamente con Jordi Évole, el poder siempre corrompe en alguna medida (seguramente lo decía por propia experiencia).

            Así que no quiero imaginarme un mundo en el que proliferasen individuos dotados de superpoderes, porque, superados los escrúpulos iniciales, es probable que la mayoría hiciese un uso interesado de esas facultades y obligara al resto a poner a salvo sus posesiones o incluso sus vidas para evitar males mayores. Con todo, siempre habrá personas que, con poderes o sin ellos, se impliquen en cuestiones no crematísticas y sin que les vaya ningún beneficio en ello, como Schindler, Vicente Ferrer, Gandhi o Nelson Mandela o, desde el anonimato, los médicos (cuyo poder consiste en curar) desplazados a Guinea Conakry o Sierra Leona para luchar contra el ébola mientras la mayoría de los gobiernos occidentales se preocupan tan solo de blindar sus fronteras para evitar contagios.