martes, 29 de abril de 2014

Presunción de impunidad


            Esta mañana he escuchado en la radio unas declaraciones del alcalde de Cullera, al que este fin de semana se le ocurrió lanzar un castillo de fuegos artificiales que ha incendiado la montaña de la localidad, a pesar de estar advertido de la situación de alerta de nivel máximo por riesgo de incendios forestales. Para el control del incendio, que se acercó peligrosamente a una zona de viviendas y obligó a algunos desalojos, tuvieron que ser movilizadas ocho dotaciones de bomberos de Cullera, Gandia, Silla, Catarroja, Alzira, Burjassot, Torrent y Sagunto, así como una brigada y cuatro autobombas.
            El alcalde se excusaba diciendo que no era para tanto y que, al ocurrir de noche, el incendio parecía más de lo que había sido en realidad. O sea que, si hubiera ocurrido de día, probablemente, no se habría armado tanto jaleo, a lo mejor no se habrían movilizado tantos medios y, a lo peor, el fuego habría llegado hasta la población. Pero eso es todo. Ni una asunción formal de responsabilidades, ni una disculpa, ni nada que se le parezca, y a otra cosa mariposa, que hoy tocaba asistir al certamen de bandas de las fiestas patronales.

            ¿Sorprendente? No tanto, si tenemos en cuenta que en este país no se recuerda la última vez que alguien presentó su dimisión, asumió su responsabilidad por algo o, sencillamente, pidió disculpas públicamente después de reconocer que había obrado mal o que se había equivocado. Por el contrario, diariamente asistimos al espectáculo de presidentes de clubes de fútbol o figuras del toreo que, después de proclamar su inocencia primero, agotar todos los recursos y acudir hasta las últimas instancias procesales después, tras ser condenados en firme, terminan pidiendo el indulto y, por último, demorando todo lo posible, hasta la inminencia de una orden de busca y captura, su ingreso en prisión.

            Eso por no hablar de los 2.300 políticos aforados que, escudándose en su inmunidad, tratan de escabullirse sistemáticamente de la acción de la justicia y, cuando no les queda más remedio que someterse a los tribunales, buscan refugio en las más altas instancias judiciales para eludir los primeros peldaños del escalafón judicial, allí donde el común de los mortales comparece para rendir cuentas por sus actos u omisiones cuando estos redundan en perjuicio de terceros o en detrimento del interés general.
            Y cuando los medios se dedican a importunar al gobierno de turno, o al partido en el que milita el presunto autor de un delito urbanístico, de tráfico de influencias, prevaricación, cohecho, malversación de caudales públicos, blanqueo de capitales, u otros de parecida índole, invariablemente sale a relucir el principio de presunción de inocencia que, como sabemos, postula la inocencia de toda persona en tanto no se demuestre su culpabilidad; de manera que para que esos sospechosos habituales asuman su responsabilidad frente a la ciudadanía no basta la denuncia, ni siquiera la imputación, hay que esperar a la sentencia judicial y luego a su firmeza. De esta forma, en el supuesto de que la instrucción consiga salvar todas las triquiñuelas de sus abogados para invalidar el sumario y termine abriéndose paso, cuando la resolución de condena quede firme, habrá pasado tanto tiempo que los responsables habrán tenido oportunidad de pasar a la reserva y a sus correligionarios les habrá dado tiempo de renovarse en los congresos del partido y de formar nuevos gobiernos, que a pesar de ser herederos de los anteriores, se exonerarán de cualquier responsabilidad por los actos de sus predecesores.

            Al final, la sensación que le queda a uno es que estos personajes públicos, cuando salen ante los medios a defenderse, en realidad no defienden su inocencia sino más bien su impunidad. Y es que, realmente, han llegado a creerse acreedores de un estatus que les otorga un blindaje a prueba incluso de imputaciones penales y de condenas en firme, hasta el punto de llegar, en ocasiones, a jactarse de ello sin rubor alguno.
            Por eso, cuando el Fiscal General del Estado pide más medios para luchar contra los delitos de corrupción, pienso que no hay mejor medicina que la que previene la enfermedad; primero porque actúa antes de que aparezcan los primeros síntomas y mitiga sus efectos, por lo que resulta mucho más económica, y, en segundo lugar, porque evita el contagio. Y porque, en una sociedad en la que los medios para delinquir están al alcance de quien tiene propensión a utilizarlos en provecho propio, los actos delictivos se multiplican al amparo de quienes han patrocinado esa disponibilidad.