viernes, 20 de abril de 2018

Nuestra anodina existencia


            Llevo tres semanas sin escribir una sola línea. De vez en cuando, me pasa. Los días se van sucediendo uno tras otro y no encuentro el momento para ponerme a repiquetear con los dedos sobre las teclas del ordenador. Luego, cuando pasado el tiempo, me lanzo a la tarea, lo primero que pienso es en qué he estado haciendo durante esas tres o cuatro semanas para no ser capaz de dedicarle un rato a expresar alguna idea por escrito. Y, después de repasar mi agenda, siempre encuentro la misma respuesta. ¿Qué he estado haciendo? Nada. Absolutamente nada. No me he ido de viaje, no he tenido una actividad laboral extraordinaria, no he estado haciendo un curso ni me he leído un libro o he participado en un concurso literario. Tampoco he desarrollado ninguna actividad nueva y sorprendentemente enriquecedora. No he aprendido a bailar el charlestón ni a hacer una vichyssoise Ni siquiera he estado viendo una serie de televisión compulsivamente.
            Así que el segundo desafío al que me enfrento, cuando por fin me siento un rato a escribir, es hablar de algo concreto. Naturalmente, siempre puedo recurrir a las noticias, contar algo que he leído en el periódico o escuchado en la radio. Ese es el camino más fácil, pero también el más estéril. Hablar de cosas que pasan en lugares remotos, que afectan a personas a las que no conozco, sobre las que además decenas de individuos, desde tribunas más autorizadas, han opinado ya antes que yo, puede resultar bastante anodino. Además, aunque mis hijas no suelen leerme por iniciativa propia, (en un presuntuoso afán de que mi pensamiento perdure más allá de mi tiempo en la Tierra) me da por pensar que, si algún día lo hacen, en el futuro, puedan llegar a la conclusión de que a su padre le preocupaban cosas bastante poco interesantes, y que, luego, con la perspectiva de ese tiempo, puedan parecer, lo que son, intrascendentes. Porque la verdad es que pocas veces tenemos la oportunidad de ser testigos de acontecimientos realmente relevantes, cómo una revolución, una conflagración bélica de enormes proporciones, un descubrimiento científico apabullante o, qué se yo, el primer contacto con una raza alienígena venida de más allá de los confines de la galaxia.
            Pero, hablar de lo otro, de lo que nos pasa a nosotros, es mucho más difícil. Primero porque no todo el día estamos descubriendo cosas nuevas ni nos está pasando algo interesante (verbigracia, durante las últimas tres semanas). Segundo, porque las cosas que a nosotros nos pueden parecer interesantes no siempre tienen interés para los demás (y yo, que soy un poco presuntuoso, escribo para que alguien me lea, ahora o dentro de diez años, o de cien). Y, tercero, porque rebuscar en el pozo de la memoria conduce, a veces, a hallazgos sorprendentes, para uno mismo y, también, para los demás.
            A propósito de esto último, esta Semana Santa, hablando con mi hermana mayor y mi mujer, recordábamos haber visto en casa el programa de televisión La Clave, y el debate que dirigía José Luís Balbín, sobre algún tema al que servía de introducción una película. Y, al hilo del interés que despertaba el programa en nosotros, apenas unos niños, me acordé de que hubo una época en la que mi hermano y yo, cuando nos aburríamos un poco con los comentarios de esos señores tan sesudos, nos dedicábamos a hacer caricaturas de los contertulios. En hojas de papel cuadriculado y en bolígrafo azul. Y, es curioso, porque mi hermana no se acordaba, para nada, de esa actividad nuestra, tan creativa, por otro lado, que nos obligaba a usar, a la vez, más de media docena de hojas de papel y a pasar de un retrato a otro, aprovechando los cambios de plano que se iban sucediendo al ritmo de las intervenciones.
            Hace también unas cuantas semanas, mi hermano me recordaba cómo descubrió la música de Dire Straits y me describía en nuestra habitación, con la luz apagada, y escuchando el transistor Vanguard que teníamos en casa. Al evocar ese recuerdo, inmediatamente, vino a mi memoria, además del transistor con su dial de color azul pálido, nuestra habitación, mi cama de cabecero metálico y colchón grueso de lana y también mi costumbre de recluirme en el cuarto para escuchar música con la luz apagada. No es que lo hubiera olvidado pero era un recuerdo que permanecía silencioso en algún lugar de mi memoria profunda.
            También recuerdo que mi padre me contó alguna vez que, cuando era joven, le gustaba escuchar la radio por la noche y que, en la oscuridad, sintonizaba emisoras de onda corta que ponían música que no se escuchaba en las emisoras de radio convencionales. Y me recuerdo a mí mismo rastreando infructuosamente el dial en busca de esas emisoras misteriosamente atractivas, y sintonizando tan solo radios que emitían en árabe y radiaban ritmos machaconamente tribales en los que me parecía reconocer a algún beduino tocando un darbuka con el parche de piel de cabra.
            Ahora, con frecuencia, me quejo de que mis hijas, cuando han terminado de estudiar, se queden en sus cuartos, escuchando música, dibujando o bailando (esto último lo hace mi hija menor, aunque, como cuando canta, es muy difícil observarla en plena ejecución. Pero, sí está cantando, se la puede escuchar a través de la puerta). Y me acuerdo de que, cuando tenía su edad, también yo hacía mis pinitos como bailarín, procurando ponerme a resguardo de miradas indiscretas. Y, el otro día, cuando iba a llamarla para cenar, toque con los nudillos la puerta de su habitación y, al abrirla, la música que estaba escuchando inundó el pasillo, aunque en la habitación no había ninguna luz, salvo la que emite el débil parpadeo de colores de su altavoz inalámbrico.
            Todos esos momentos, que van encadenándose unos a otros para formar nuestra rutinaria existencia, pueden parecer intrascendentes o anodinos, pero al contarlos, evocan en nosotros algo que, aunque a veces no seamos capaces de recordar por nosotros mismos, forma parte de una experiencia compartida y nos dice quiénes somos, al recordarnos de dónde hemos venido hasta aquí y qué caminos nos han conducido hasta este particular momento de nuestras vidas.