viernes, 24 de noviembre de 2017

Y, de repente, el otoño

            Este año, el frío ha llegado de improviso. Después de un verano que se ha prolongado, otra vez, hasta comienzos de noviembre, la temperatura ha bajado drásticamente, como si la madre naturaleza se hubiese quedado dormida al calor de una de esas tardes estivales que hemos tenido todo el mes de octubre y hubiera hecho esperar al otoño, que ha estado aguardando detrás de la puerta, haciendo acopio de energías, pensando en irrumpir por la primera ventana que se ha abierto lo suficiente para dejarlo pasar.
            Será como consecuencia de ello que, en casa, los cuatro hemos estado acatarrados. Eso sí, siguiendo un riguroso turno, para que siempre hubiera alguien destemplado y produciendo mucosidad en abundancia, y los que todavía no habían enfermado estuvieran alerta, siendo conscientes de que les iba llegando el momento de tomar el relevo y la hora de reclamar la caja de pañuelos de papel. Y solo ahora, después de que la nueva estación haya tomado posesión de calles, plazas y avenidas (también del salón de mi casa, donde estamos pensando seriamente en poner a curar jamones) parece que nuestros cuerpos, demasiado acostumbrados al clima estival, empiezan a asumir, de mala gana, que, como en Juego de Tronos, el invierno se acerca y nadie va a poder cerrarle la puerta.
            El año pasado, a estas alturas, ya estaba preparando el Maratón, pero este año he decidido darme un respiro y, de paso, dárselo también a mi familia. Cumplir con el programa de entrenamiento y salir a correr, al menos, cuatro días a la semana implica sacrificios para todo el que convive con un maratoniano. Y aunque está bien plantearse un reto de vez en cuando y apostar fuerte por conseguirlo, tampoco hay que obsesionarse con ello, sobre todo si te impide hacer otras cosas o dedicarle más tiempo a las personas con quien más te apetece estar (salvo que les dé por prepararse contigo para correr 42 kilómetros dentro de tres meses, cosa improbable en nuestro caso). Sobre todo, si tienes la suerte de que esas personas también quieran estar contigo.
            Además, como he estado acatarrado, esta semana no he salido a correr; tregua que me reconforta cuando empieza a oscurecer y, mirando por la ventana, me acuerdo del frío que hace por la mañana, mientras espero en la parada a que pase el autobús (ahora cojo el autobús para ir a trabajar porque han inaugurado una nueva línea que me deja en media hora casi a la puerta de la oficina). Cuando llego, ya hay algunas personas esperando bajo la marquesina y luego van llegando otras, hasta formar el grupo de los doce o catorce habituales: una mujer alta y delgada, con gafas de pasta negra, que siempre aparece de improviso  delante de la parada, con paso apresurado, y buscando un hueco entre el grupo de viajeros; un hombre de pelo canoso con la voz sorprendentemente aguda que se pone de puntillas tratando de atisbar la llegada de nuestro transporte; una chica bajita, a la que, cuando llueve, un coche deja a pocos metros de la parada, que siempre da los buenos días mientras ocupa su lugar en la cola; una funcionaria de la universidad que me mira como si hubiera reconocido en mi cara al mismísimo Jack, el destripador; un joven estudiante que, ensimismado en su teléfono móvil, no responde a los buenos días, y se sienta siempre enfrente de una compañera de clase a la que saluda tímidamente, mientras ella, que se ha subido en la parada anterior, levantando la vista por un momento de la pantalla del suyo, le devuelve una mirada furtiva. Luego, ambos se concentran en sus dispositivos y no vuelven a mediar palabra el resto del viaje; y un señor bajito, que viste, alternativamente, chaqueta y corbata o cazadora y jerseys gruesos de lana, y lleva siempre bajo el brazo un libro con tapas duras de color naranja con un título relativo a la responsabilidad de los administradores de sociedades insolventes, o algo así, en cuya lectura se enfrasca en cuanto arranca el autobús y hasta que no tiene más remedio que interrumpirla para bajarse en la última parada.

            Me gusta cuando el otoño llega de improviso, anunciando las primeras lluvias, obligando a los árboles a cambiar, de un día para otro, el color de su indumentaria veraniega y, aun así, amenazando con arrancarles hasta la última hoja, hasta dejarlos desnudos pero esbeltos, dormidos pero todavía hermosos en su desnudez. Y el frío me acobarda más cuando me quedo en casa que cuando salgo a la calle, ya sea abrigado para coger el autobús por la mañana temprano o ligero de ropa y en zapatillas para pisotear la hojarasca que se acumula en cada rincón. Pero, de vez en cuando, me apetece estar en casa y quedarme mirando por la ventana el tránsito de las estaciones y cómo el viento mece las ramas de esos árboles que pronto se quedarán dormidos.