domingo, 1 de marzo de 2020

Patógenos


            Hace días que las conversaciones en la oficina, el bar o el autobús giran alrededor de un mismo tema, el coronavirus. No se puede abrir un periódico o escuchar las noticias sin toparse de narices con el recuento de los países con ciudadanos contagiados o de la cifra de infectados por comunidad autónoma o de fallecidos en China o en Italia. A ello se suma además una avalancha de dictámenes, valoraciones, informes u opiniones de expertos o profanos en la materia que, acto seguido de manifestar su intención de no crear alarma social, abruman a la población con datos, predicciones y vaticinios. Pero lo cierto es que se cancelan eventos, se imponen cuarentenas, se confina a los turistas en hoteles y transatlánticos, se aísla a poblaciones enteras, se para la producción en fábricas o se suspenden las clases y se recomienda a la población no salir de casa. Y, como consecuencia de todo esto, en España, las farmacias se quedan sin mascarillas y los estudiantes de Erasmus en Milán hacen las maletas y huyen despavoridos a mitad de curso académico.
            Y, en medio de este maremágnum, uno no puede dejar de sentirse involucrado. Cada vez que veo una foto de las calles desiertas de un pueblo italiano, las instantáneas de los equipos sanitarios pertrechados con trajes de plástico, guantes y mascarillas empujando una camilla, o de turistas pasando por delante de la catedral de Milán con la boca y la nariz cubiertas, me parece estar viendo fotogramas de una película de ciencia ficción en la que un virus mortífero se propaga a toda velocidad por el planeta mientras la comunidad científica trata de sintetizar sin éxito una vacuna que ponga fin a la pandemia global.
Entonces me vienen a la memoria algunas de mis películas favoritas del género. Y me acuerdo de ‘La amenaza de Andrómeda’, en la que un virus extraterrestre contagia a los humanos que caen fulminados en cuanto entran en contacto con el patógeno, salvo un bebe que no deja de llorar y un anciano alcohólico que se dedica a palparle el muslo a la doctora que lo atiende a través del traje de plástico que lleva puesto. O de ‘El Puente de Casandra’, en la que un tren transita a toda velocidad llevando otro virus letal, camino de un puente en el que está previsto hacerlo caer al abismo. O, más recientemente, ‘El bar’, de Alex de la Iglesia, en la que un grupo de ciudadanos anónimos queda confinado en un bar, tras comprobar que aquellos que salen por la puerta del establecimiento son abatidos por un francotirador invisible y sus cadáveres retirados de la vía pública que se ha quedado desierta.
Luego, dejándome llevar por la imaginación, empiezo a vislumbrar un escenario en el que la imposibilidad de aislar el virus obligue a adoptar nuevas y drásticas medidas que, sin llegar a apostar francotiradores en las azoteas para tirotear a los ciudadanos díscolos, podrían consistir en suspender la liga de fútbol, clausurar cines y teatros, prohibir conciertos y fiestas multitudinarias, cerrar fábricas y talleres, sustituir las clases presenciales en todos los niveles educativos por la enseñanza on line, transformar todas las universidades en universidades a distancia, obligar a los funcionarios a trabajar desde casa, cerrar los aeropuertos, cortar las vías férreas, inhabilitar los medios de transporte públicos, clausurar supermercados, restaurantes, bares y cafeterías y organizar un sistema de reparto de comida, ropa y cualquier clase de producto de consumo a domicilio, además de prohibir acercarse a menos de medio metro de otro semejante.
Pero, después de enumerarlas, me doy cuenta de que tal vez no estemos tan lejos de esa sociedad distópica y de que muchos individuos ya pasan la mayor parte de su tiempo recluidos en su casa, asomados a la pantalla de su teléfono móvil, encargando comida a domicilio, haciendo sus compras a través de Amazon, viendo sus series favoritas en plataformas de pago y relacionándose con sus semejantes a través de las redes sociales. Por otra parte, pienso que la automatización de los procesos de producción permitirá en un plazo de tiempo no muy dilatado sustituir a los operarios de las fábricas, granjas y centros de producción en general. Y que cualquiera que pueda disponer de un coche autónomo renunciara voluntariamente a hacer uso del transporte público.
Además, pienso que si, en lugar del coronavirus, nos encontráramos ante un brote tan virulento como por ejemplo el ébola, hoy no estaríamos hablando de las mismas cifras ni tampoco estaríamos manejando los mismos datos y la cosa se podría haber puesto mucho más seria; y que el riesgo de que, en un futuro no muy remoto, pueda producirse una pandemia  de esas características está ahí por mucho que cueste creerlo o incluso imaginarlo. También pienso que la gente es capaz de mentalizarse mucho más rápidamente del riesgo, real o imaginario, que le acecha de perder cuanto posee cuando este riesgo es inminente. En este sentido no deja de ser llamativo que algunas personas se apresuren a hacerse con un cargamento de mascarillas ante la posibilidad remota de que un virus pueda matarles y, sin embargo, permanezca impasible ante la amenaza real del cambio climático que, si no hacemos algo, puede terminar matándonos a todos o haciendo nuestras vidas mucho más difíciles y nuestra supervivencia como especie enormemente dolorosa.
Tal vez esta experiencia global debería hacernos reflexionar sobre las contradicciones de nuestra forma de vida, sobre lo injustificado de algunos de nuestros miedos, el egoísmo que preside muchas de nuestras decisiones y los riesgos reales que entraña para nuestro futuro y el futuro de nuestros hijos la forma irreflexiva que tenemos de enfrentarnos a los problemas y los desafíos que nos plantea la naturaleza y un planeta de recursos limitados que parece intentar defenderse desesperadamente del patógeno más letal que ha conocido, nosotros mismos.