Estos
días he estado haciendo limpieza y poniendo orden en mis papeles para tratar de
aprovechar de la mejor manera posible el espacio disponible después de
trasladar la librería al salón, dado que además de los libros que había en las
dos estanterías, que ahora están en los cuartos de las niñas, teníamos que
buscarles sitio a nuestros apuntes, libros de texto y, en mi caso, repertorios
varios de legislación. Así que, como el espacio de nuestra casa es finito, no
ha habido más remedio que deshacerse de algunos manuales y además, de una
tacada, las normas más señeras del ordenamiento jurídico español han aterrizado
en el contenedor de papel, incluyendo un código civil, el código penal, la ley
hipotecaria, el código de comercio y las leyes de enjuiciamiento civil y
criminal.
Es
curioso lo que nos cuesta, a veces, deshacernos de las cosas; especialmente
cuando una parte importante de nuestra vida está ligada a ellas. Recuerdo que,
durante años, tuve guardado en el altillo de un armario el temario de la
oposición a la carrera judicial; incluso cuando ya había abandonado la idea de volver
a presentarme a los exámenes y, a medida que pasaba el tiempo, los temas iban
quedándose desfasados, al ritmo que se iban publicando en el boletín oficial
del Estado nuevas normas o se reformaban, sin cesar, las que seguían en vigor.
Durante algún tiempo, guarde también los apuntes de la carrera de algunas asignaturas
que me gustaron particularmente o tomados de la clase de profesores que
influyeron de manera especial en mi formación jurídica.
Y
a todo lo anterior, todavía podría sumar resoluciones, informes, instrucciones,
ponencias, apuntes de clase (esta vez como profesor) e incluso la copia del
expediente de nulidad de un contrato administrativo que instruí de cabo a rabo,
incluyendo un dictamen del Consejo de Estado y la cuantificación de la
indemnización por enriquecimiento injusto que hubo que satisfacer a la empresa
adjudicataria del mismo.
Y
es que, al desprenderme de todo ese material, tengo la vaga sensación de que un
trocito de mi experiencia vital, como estudiante, opositor o empleado público,
pasa a la historia definitivamente. No es que se pierda, perdurará en mi memoria,
al menos mientras no desarrolle Alzheimer, pero deja de existir como testimonio
escrito de lo que he sido y de lo que he hecho. Y, aunque supongo que es
inevitable y que, de no poner orden de vez en cuando en ese acervo documental,
corro el riesgo de ser devorado por la letra impresa y de no dejar espacio
suficiente para la experiencia presente y la que está por venir, ese acto
voluntario de desprendimiento no deja de despertar en mí ese sentimiento.
Supongo
que lo que me da un poco de miedo es que, de ahora en adelante, mi experiencia
no sea tan variada ni tan enriquecedora. A fin de cuentas, uno ya no está por
la labor de dedicar tanto tiempo al estudio, ni sabe si tendrá ocasión en el
futuro de poner en práctica sus conocimientos, o si será capaz de hacerlo con
la mismo entusiasmo y determinación.
Bueno,
por lo menos, explorar entre esos papeles para decidir lo poco que quería
conservar y aquello de lo que debía desprenderme definitivamente, me ha servido
para llevar a cabo una retrospectiva que aviva ese recuerdo y que, de otra
manera, no habría tenido ocasión, ni probablemente ganas, de realizar. Además,
siempre hay cosas que llevaré en la memoria y también otros testimonios que
conservo conmigo, como fotografías, películas caseras, cartas o escritos de
juventud, dibujos y un par de cómics inconclusos, algunos cuentos y una novela
que tampoco acabé. Todo eso sigue estando ahí y, sorprendentemente, ocupa mucho
menos sitio que lo otro, aunque sin duda es mucho más relevante y dice más de
mí que cualquier otra cosa. Y, lo que es más interesante, es un patrimonio que
puedo, si quiero, seguir atesorando y enriqueciendo.
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