Estoy
leyendo un libro que me trajeron los Reyes Magos sobre Maratón y, al hilo de
esa lectura, me resulta interesante reflexionar sobre el paralelismo que se
produce en los albores de la democracia griega entre participación ciudadana e igualdad
de derechos ante la ley, por un lado, y el cumplimiento de los deberes
ciudadanos por otro, y, en particular, con la implicación de los ciudadanos en la
defensa de la ciudad-estado; de forma que es ese compromiso de defender con las
armas el estado propio lo que le hace al ciudadano sentirse acreedor de
derechos que, hasta un momento histórico concreto, solo ostentaba una minoría
aristocrática.
De
esta forma, lo primero que se democratiza es la participación del individuo en
el conflicto armado, con el abandono de una estrategia militar al estilo de los
héroes de la Iliada, en la que el grueso de las tropas se limita a apoyar a los
líderes militares, los únicos capaces de pagarse el equipamiento militar
correspondiente (coraza, yelmo, grebas, escudo y lanza, además de caballos y
carros para desplazarse por el campo de batalla en busca de un oponente digno) y
la aparición de la falange hoplita, basada en el apoyo mutuo y la acción
solidaria de infantes equipados con anchos escudos que protegen tanto el propio
cuerpo como el del infante que combate a su izquierda. Y es ese esfuerzo el que
provoca la reivindicación de mayores derechos de participación en la toma de
decisiones políticas de quienes están dispuestos a defender con las armas la
sociedad de la que forman parte.
Desde
luego, en la Primera Guerra Mundial también tuvo lugar una participación masiva
de campesinos y obreros en la defensa de los ‘intereses nacionales’, pero que
hundidos en el barro de un frente de trincheras, quedaron expuestos al horror
de las armas químicas; mientras los aristócratas permanecían acuartelados en
castillos y casas solariegas o se reservaban para la aviación, donde observaban
un estricto código de honor que les impedía disparar a los pilotos enemigos y
solo les permitía apuntar a sus aeroplanos.
Aun
así, y aunque fueran pobres y no pudieran pagarse el uniforme ni la munición,
su participación masiva en un conflicto armado de proporciones apocalípticas,
unido a la muerte de cientos de miles de ellos en los campos de batalla de toda
Europa, hizo que la clase obrera tomara conciencia de la deuda que sus Estados
habían adquirido con ellos e hizo temblar a los dirigentes políticos de la
época, temerosos de que una revolución social sin precedentes acabara con sus
privilegios; sobre todo porque, abandonados a su suerte entre las alambradas,
los combatientes de uno y otro bando corrían el riesgo de solidarizarse con los
del bando contrario, terminar confraternizando con el enemigo, y rebelándose
contra quienes los obligaban a disputar una contienda sangrienta que no habría
de depararles ningún beneficio.
En
la actualidad, y en la sociedad desarrollada en el que vivimos, no existe ese
compromiso de defender al Estado y las obligaciones militares se han sustituido
por otras de carácter tributario, aunque todavía se recojan en el texto
constitucional, más como una reminiscencia que otra cosa. Para cualquier
ciudadano de a pie es el Estado el que asume la obligación de defenderlo frente
a cualquier amenaza que venga más allá de las fronteras de la patria, en la
actualidad representada por el Estado Islámico y el terrorismo internacional.
El deber ciudadano se reduce a la contribución al sostenimiento de las arcas
públicas mediante el pago de impuestos o la aportación al sistema de Seguridad
Social. Y, en esto, el que puede se escaquea. No obstante, ese mismo ciudadano
de a píe se considera a sí mismo acreedor de toda la panoplia de prestaciones
sociales, subvenciones y subsidios que el Estado pueda dispensar, aunque no se
haya contribuido, más que de forma anecdótica a su financiación.
Y
es precisamente esa falta de compromiso la que permite una proliferación sin
precedentes de la corrupción a todos los niveles. El grado de compromiso de amplias
capas de la ciudadanía es tan escaso que resulta difícil que lleguen a
soliviantarse ante los atropellos de la clase dirigente. Por otra parte, la
improbabilidad de participación en un conflicto armado, en el que se pueda
llegar a cuestionar el ‘ideario nacionalista’, unida a la promesa de una mayor
riqueza y un estatus ciudadano más elevado, hace que los brotes nacionalistas
florezcan por doquier, porque es mucho más difícil identificarse con el ‘enemigo’,
ese que se nos parece tanto cuando compartimos con él el barro de las
trincheras.
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