El
otro día leí en el periódico que los debates televisivos entre partidos
políticos se habían convertido en un reproche mutuo, en el que en vez de
exponer las directrices de un programa concreto o proponer las líneas de
actuación de un eventual gobierno
surgido de las urnas, se trataba de denostar al rival a toda costa, como sí el
mérito de un candidato se sustentara principalmente en el demérito de su
oponente.
Y
es curioso cómo, tanto en política como en otros órdenes, en la sociedad
actual, efectivamente, el debate constructivo ha dejado paso a un estéril, y
muchas veces agrío, cruce de acusaciones y descalificaciones que se queda solo
en eso, como si bastara con denigrar al adversario y la mera enumeración de sus
flaquezas, vergüenzas o mezquindades hiciera superflua cualquier aportación que
no tenga como punto de partida y, prácticamente, también de llegada, la
reversión de las iniciativas o la
involución de las políticas propugnadas por el adversario, aunque, a priori,
pueda tratarse de cuestiones en las que, con algo de voluntad y una cierta
dosis de sentido común, no tendría por qué ser tan difícil ponerse de acuerdo,
o en el que, aunque lo sea, habrá que ponerse de acuerdo, de todas maneras, si
el resultado de las elecciones, como parece previsible, se traduce en una
fragmentación del arco parlamentario, alejado de las mayorías absolutas y de la
alternancia en el gobierno de las instituciones.
Por
poner solo dos ejemplos, esta semana he leído que, en el debate retransmitido
por televisión española entre los candidatos al gobierno a la Junta de
Andalucía, la candidata del partido del gobierno autonómico, siguiendo una
estrategia deliberadamente agresiva, se mostró implacable con su interlocutor
del principal partido de la oposición, transmitiendo una imagen que, al final,
según las encuestas, redundó en su propio perjuicio. Días antes, en el debate
sobre el estado de la nación, que se desarrolló en un tono especialmente bronco,
el presidente del gobierno, abandonando su habitual flema, trato de
descalificar a su rival, descendiendo al terreno personal, tildando su discurso
de patético.
Y,
en cada intervención pública, más de lo mismo, el debate gira de manera
obsesiva sobre los otros, hayan tenido o no responsabilidades de gobierno,
hasta tal punto que, alguna de las fuerzas más pujantes en las encuestas sobre
intención de voto se abstiene de concretar sus propuestas, y centra su discurso
en una proclamación de principios generales, casi de buenas intenciones, que no
desciende al terreno de lo concreto y que, aun así, se postula casi como única alternativa
dentro del actual panorama político en España.
Cuando
ejercía como letrado, recuerdo las dificultades de algún compañero que se
limitaba, como en la mayor parte de los casos, a oponerse verbalmente en juicio
a las que se formalizaban por los particulares contra la administración, para
redactar una demanda; y también me acuerdo de la observación que le hizo otro
compañero, que compatibilizaba su función de letrado al servicio de la
administración con el ejercicio de la abogacía, sobre que resultaba mucho más
fácil destruir que construir.
Y
es que, efectivamente, un alegato o un discurso se construye más fácilmente sobre
la réplica, pero, en mi opinión, no puede limitarse a rebatir las propuestas
del otro, si realmente quiere convencer al juez o al auditorio al que se dirige,
salvo que este sea un auditorio entregado, como los que suelen asistir a los mítines
de los partidos políticos. La propuesta, no obstante, muchas veces brilla por
su ausencia y el discurso se pierde en generalidades (a veces en onomatopeyas)
que, en el colmo de la vacuidad, recurren a la exaltación del espíritu
nacionalista, en un intento de identificar al partido, sindicado e, incluso, al
líder de turno con el territorio en el que se aspira a gobernar a partir de los
votos recabados en esos mítines o alocuciones públicas.
Como
resultado de lo anterior, muy probablemente, en las citas electorales
programadas a lo largo de este año, me temo que muchos votos recaerán en una
formación o en otra, no por sus méritos ni por el valor de sus propuestas, sino
por el rechazo que provocan en ese sector del electorado las otras formaciones
en liza. A propósito de esto, una vez, en vísperas de una de esas citas
electorales, leí en una columna de opinión que no había escusas para quedarse
en casa el día de las elecciones, porque siempre habría una formación política
que suscitaría, sino simpatía, menos rechazo en el elector y porque no ir a
votar era mucho peor que hacerlo a regañadientes. Pasado el tiempo, ahora, yo
ni siquiera estoy muy convencido de eso y si voy a votar será para evitar que
alguien termine haciendo suya mi decisión de no hacerlo o considere un aval mi
negativa a otorgar mi confianza a ninguno de los candidatos propuestos.
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