Hace dos semanas, un avión de
pasajeros, con ciento cincuenta personas a bordo, se estrellaba sobre la
cordillera de los Alpes. La conmoción posterior no la ha producido, sin
embargo, la catástrofe aérea, sino la información extraída de las cajas negras,
al revelar la deliberada acción del tripulante, que, tras encerrarse en la
cabina, habría manipulado el piloto automático para provocar un descenso
precipitado y mortal sobre un lugar recóndito e inaccesible de las montañas,
arrastrando en su deliberada decisión de quitarse la vida a otros ciento
cuarenta y nueve tripulantes y pasajeros, algunos de ellos niños o
adolescentes, que tuvieron la mala suerte de encontrarse con el suicida para
acompañarle inconsciente e involuntariamente hasta esa cita con la muerte.
Ante el estupor general, el
mundo no puede dejar de preguntarse en que negro lugar habitaba el alma de ese
hombre para actuar de semejante modo, no imprudente o desesperado, sino
despiadado, ajeno al dolor y a la desesperación de quienes le acompañaban en ese
momento o de sus familias; buscando una explicación a un comportamiento cuya
justificación se pierde en el difuso concepto de la depresión. Y esa pregunta
se repite, con insistencia, cada vez que alguien, aparentemente normal,
protagoniza un acto execrable; pero no es tan frecuente cuando la acción está
protagonizada por otro a quien se le presupone un móvil, se considere o no
legítimo, ya se trate de un general, de un asesino o de un terrorista dispuesto
a matar por un ideal o a inmolarse en nombre de la fe.
Sin embargo, desde mi punto de
vista, la explicación a tales comportamientos puede no diferir tanto en unos y otros
supuestos como pudiera parecer a primera vista. En cualquiera de los casos, el
daño producido tiene su origen en la falta de identificación con aquel o
aquellos contra los que se dirige el ataque o la acción despiadada. El
terrorista suicida no tiene ninguna empatía con las personas a las que mata o
mutila, el asesino no siente compasión por su víctima y, desde luego, el piloto
no reconoce en los pasajeros del avión a sus semejantes. Y algo parecido sucede
cuanto quien dirige el avión hacia su objetivo no es el comandante de unas líneas
aéreas diagnosticado de depresión, sino el piloto de un avión de combate en el
transcurso de una ‘incursión aérea’ sobre una población cualquiera, consciente
de los daños ‘colaterales’ que producirán los misiles o las bombas lanzadas
desde el cielo. De otra manera, no pulsaría el detonador, no clavaría el
cuchillo ni dejaría caer el avión o la carga del avión sobre las montañas o las
ciudades.
La única diferencia radica en el
hecho de que, en un caso, esa indiferencia ante el dolor ajeno puede ser fruto
de una patología, y entonces de lo que se trata es de diagnosticarla a tiempo y
tratarla para evitar que el que la padece pueda causarse daño a sí mismo o
causar daño a otros. En la casa del piloto suicida se encontró un parte de baja
hecho pedazos, pero nadie se acordó de poner en conocimiento de la compañía
aérea para la que trabajaba que padecía una dolencia potencialmente peligrosa. Y
la solución puede radicar en algo tan sencillo como eso, más que en redactar
protocolos que garanticen que nadie pueda quedarse solo en la cabina, más que
nada porque no se trata de ponerles pañales a los pilotos y porque, pienso yo,
al enfermo podría darle por dejar inconsciente a su compañero y luego estrellar
el avión.
En el otro caso, la solución
preventiva no requiere de la intervención de ningún facultativo, en la medida
en que el sujeto en cuestión no está enfermo y no se le puede diagnosticar, y
porque, como es sabido, el pensamiento no delinque y los sospechosos, aunque
sean habituales, son solo eso mientras no se demuestre lo contrario. Pero lo
que, desde mi punto de vista, está suficientemente claro es que la desigualdad,
el trato discriminatorio, la indiferencia de la sociedad ante la pobreza, la
violencia (en la medida en que no nos afecta personalmente) y el dolor ajenos,
produce o puede producir un efecto rebote que se nos devuelve también en forma
de indiferencia, la que nuestros asesinos sienten frente a nosotros cuando
atentan contra nuestras libertades o ejecutan a quienes profesan nuestra misma
fe o hacen estallar bombas en el corazón de nuestras ciudades.
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