El
atentado de París del fin de semana pasado ha traído otra vez a la primera
plana de los periódicos el fenómeno del terrorismo yihadista en Europa, irrumpiendo
a sangre y fuego en la noche de un viernes cualquiera en los restaurantes y las
calles, una sala de conciertos y un estadio de fútbol de la capital de nuestro país
vecino, donde las selecciones de Francia y Alemania se enfrentaban en un
partido amistoso bajo la mirada del Presidente de la República.
Todos
los días, gentes anónimas mueren víctimas de la violencia y el terrorismo en
lugares no muy alejados, geográficamente hablando, del de los atentados del
viernes pasado. No obstante, nos resulta imposible percibir igual unos y otros
estragos, aunque el coste en vidas humanas sea el mismo o, seguramente, en
nuestro caso, muy inferior, si nos atenemos al recuento oficial por un lado y a
las cifras oficiosas, por otro, de esos lugares en los que el número de muertos
se incrementa vertiginosamente de día en día, y no solamente por la evolución desfavorable
de los heridos por las bombas y los disparos indiscriminados en una refriega
aislada o una acción terrorista puntual.
Sin
embargo, París es una capital europea, similar a cualquier ciudad populosa del
resto de Europa, en la que los viernes por la noche sus habitantes se relajan
saliendo a cenar a un restaurante, acudiendo a un concierto o asistiendo a un
partido de fútbol, el deporte europeo por excelencia. Y se da la circunstancia
de que el terrorismo ha venido a golpear a esa sociedad en ese momento preciso,
irrumpiendo en restaurantes y escenarios de actividades lúdicas,
particularmente representativas de nuestro estilo de vida.
Así
pues, el acto terrorista no se ha perpetrado en esta ocasión contra un objetivo
militar, ni tenía en su punto de mira a una autoridad civil, ni siquiera se ha
materializado en la sede de un periódico, sino que iba dirigido contra los ciudadanos
de a pie de un país occidental que hacían uso de su tiempo libre como nos gusta
hacer a cualquiera de nosotros en nuestras respectivas ciudades, lanzando así
una advertencia que trata de mediatizar, a través del miedo, el comportamiento
de esos ciudadanos, cuyas libertades se han visto, inmediatamente,
condicionadas por las medidas adoptadas por el propio Estado, que so pretexto de
velar por su seguridad, se ha apresurado a declarar el estado de urgencia con
la consiguiente suspensión de derechos y libertades.
Las
medidas adoptadas, seguramente necesarias, y la intensificación de los
bombardeos sobre el Estado Islámico, tal vez contribuyan a prevenir nuevos
atentados y acciones terroristas, pero es imposible que, por si solas, consigan
soluciones duraderas a medio y largo plazo.
Probablemente,
el problema de fondo radica en que los autores materiales de los actos
violentos no se sienten identificados en absoluto con ese estilo de vida, no
acuden a conciertos ni salen a cenar a restaurantes, probablemente porque no han
tenido nunca la posibilidad de hacerlo, tampoco se identifican con un deporte
cuya práctica está reservada a un grupo de privilegiados, ni sienten ninguna
simpatía por la selección nacional, a pesar de ostentar la nacionalidad francesa
y haberse criado en el suelo patrio de sus convecinos, pero excluidos,
marginados, víctimas de la desigualdad, la pobreza y el desempleo, y por ello propensos
a la violencia y, ahora, fáciles de captar por quienes puedan dar salida a su
frustración y deseos de revancha contra una sociedad que les ha negado el
futuro.
Reconducir
la situación a estas alturas, plantearse la necesidad de un programa de
regeneración social que consiga integrar a los jóvenes de las ‘banlieues’ que a finales de 2005
salieron de sus guetos para irrumpir violentamente en las calles supone un reto
descomunal para el gobierno de la República, pero se revela imprescindible si
no se quiere sucumbir al empuje devastador de los desarraigados.
Mientras
tanto, muchos defensores de los valores de la patria, miran con desconfianza y
temor creciente hacia las fronteras de la Unión Europea y, poco a poco, empieza
a difundirse la idea de que nuestra seguridad depende, en buena medida, de que
seamos capaces de blindar ese territorio contra una oleada interminable de
desesperados entre los que se esconde un enemigo sin rostro. Como si el enemigo
no estuviera ya viviendo, aun precariamente, entre nosotros y exigiendo a tiros
lo que otros suplican desde las embarcaciones que naufragan diariamente frente
a nuestras costas.
De
ahí la necesidad de una respuesta concreta y audible y de una asunción real de
responsabilidades, comprometida con la integración y no meramente burocrática,
basada en los registros de entrada y la identificación de los refugiados,
porque la realidad es que si no somos capaces de integrar a los que ya están aquí
y llevan lustros viviendo en nuestro territorio, difícilmente podremos acoger a
otros y brindarles una oportunidad real que vaya más allá del compadecimiento
pasajero.
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