Llevo
tres semanas sin escribir y hoy me he propuesto hacerlo sin más demora. Más que
nada porque, si no lo hago tampoco esta semana, corro el riesgo de perder el
hábito de hacerlo, pues ya sabemos que los humanos somos animales de costumbres
y todo lo que no conseguimos integrar de una u otra manera en nuestra rutina,
tendemos a desatenderlo. Y también porque, supongo que como a cualquiera, me
apetece, de vez en cuando, dejar de lado mis ocupaciones y sentarme a pasar la
tarde leyendo un rato o viendo la televisión, sin obligarme a reflexionar en
voz alta sobre un tema concreto.
De
hecho, a veces, esto es lo más difícil. Encontrar algo de qué hablar, que,
además de interesarnos a nosotros mismos, pueda captar, aunque sea
momentáneamente, la atención de aquellos a quienes queremos hacer partícipes de
nuestra reflexión.
El
otro día, compartía un artículo sobre Mary Beard, la ganadora del
premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales. Una brillante historiadora a
la que algunos se atrevieron a criticar e insultar por su aspecto físico,
precisamente cuando empezaba a adquirir notoriedad con motivo de su
participación en un programa televisivo.
Y
pensaba que es curioso cómo, en nuestra sociedad, se tiende a denostar a las
mujeres, en ocasiones por ser guapas o arreglarse demasiado, presuponiendo, por
ejemplo, que a la vez de rubias deben de ser tontas; pero también cuando
alguien o el gran público las juzga feas o faltas de gusto estético; tratando
de hacerlas de menos tanto sí descuellan por su aspecto físico como cuando lo
hacen por su brillantez intelectual.
La
desconsideración surge así de improviso cuando se trata de juzgar a alguien,
particularmente sí se trata de una mujer. Cosa que no se suele hacer desde
parámetros objetivos, sino recurriendo a comentarios jocosos, poco respetuosos
o al lenguaje directamente injurioso. Todo ello amplificado por el uso de las
redes sociales.
Lo
peor de todo es, no obstante, que a este tipo de actitudes están expuestas
también las mujeres anónimas que, a lo mejor, no destacan por poseer un físico
impactante ni tampoco necesariamente por su erudición. Pueden ser personas
corrientes, pero igualmente expuestas al juicio de tipos desaprensivos o de sus
propias compañeras de trabajo, e, incluso, de sus compañeros y compañeras de
colegio. Y creo que esto es lo peor de todo, porque puede hacer que muchas de
esas mujeres que podrían ser brillantes, aunque no llegasen a adquirir
notoriedad o convertirse celebridades, se convenzan a sí mismas de que la mejor
manera de evitar ese tipo de afrentas sea pasar desapercibidas, no explotar su
potencial o renunciar a decir libremente y en voz alta no solo lo que saben,
sino también lo que piensan.
Por
eso, necesitamos ejemplos como los de esa historiadora, capaz de elevarse por
encima del común de sus congéneres, no solo destacando en el campo de la
investigación o de la ciencia, sino también a la hora de defender su dignidad
como mujer y como ser humano frente a la actitud de los mediocres que se
atrevieron a juzgarla por su aspecto, pero que, seguramente, antes de hacerlo,
se sintieron intimidados por su personalidad y su elocuencia.
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