Desde
que comenzaron las Olimpiadas de Río, resulta prácticamente imposible poner la
televisión o abrir un periódico, sin que las noticias sobre los logros
deportivos de las delegaciones de los distintos países participantes nos inunden
con records del mundo, marcas estratosféricas o el esperado debut del equipo de
alguna superpotencia llamado a hacer historia apabullando a sus modestos rivales.
Televisión Española está haciendo además un seguimiento exhaustivo de la participación de nuestros deportistas, aún en disciplinas en las que no descollamos precisamente por nuestro potencial. Con lo cual, en un día malo, es posible encontrarse con una sucesión de debacles en otras tantas pruebas de clasificación, que nos dejan al borde de la depresión y a la espera de que algún tirador anónimo nos saque del foso más profundo del medallero.
Aun así, esa saturación olímpica es preferible mil veces a las anodinas noticias estivales a que nos tienen acostumbrados las televisiones sobre pretemporadas y torneos de verano de los equipos de fútbol nacionales y los insoportables culebrones a propósito de los fichajes multimillonarios de jugadores que, cuando ya se han asentado en nuestro país, no tardan en volver a la primera plana, aunque esta vez por fraudes fiscales y otros comportamientos poco deportivos en relación con sus obligaciones tributarias o las de los clubes que los ficharon pagando unos precios inmorales por su traspaso.
A
propósito de los deportistas acomodados, llama la atención la prematura
eliminación de algunos de ellos, en cuanto les toca salir a la pista a competir
con otros, debutantes o no, pero seguramente mucho más imbuidos del espíritu olímpico
que, se supone, debería presidir cualquier competición deportiva; o, al menos,
con suficiente pundonor como para dejarse la piel en el intento de superar a
sus rivales y representar dignamente a los países bajo cuya bandera desfilaron
el día de la ceremonia inaugural de los Juegos.
Aunque
hay que reconocer que, hasta para eso, somos especiales. Así, en cualquier
retransmisión, a poco que las cámaras se detengan en la grada, es posible
identificar a los seguidores de cualquier país exhibiendo banderas y que, con
frecuencia, aparecen ataviados o, en el peor de los casos, pintarrajeados con
los colores nacionales. Sin embargo, cuando está en competición un deportista
español, resulta habitual ver enseñas autonómicas que alguien agita
compulsivamente, o incluso camisetas de uno de esos equipos de fútbol cuyas
gestas veraniegas tratan de colarse, también estos días, en el tiempo dedicado al
deporte de los noticiarios televisivos.
A
pesar de todo, me gustan los Juegos Olímpicos, y disfruto con la competición
casi en cualquier disciplina. Me gusta ver a los nadadores rompiendo la
superficie del agua de la piscina en cada brazada o impulsándose con la energía
de leones marinos, mientras el pabellón estalla en gritos de ánimo, vítores y
aclamaciones. Me fascina la belleza escultural de la gimnasia deportiva, el
equilibrio y la armonía del cuerpo humano de los gimnastas en movimiento,
asumiendo el riesgo que entraña desafiar osadamente a la gravedad y las leyes
de la física en busca de esa perfección estética. La tensión competitiva de los
deportes de equipo me impide, estos días, dormir la siesta y me hace
incorporarme en la butaca cuando el esfuerzo colectivo culmina con éxito,
quebrando la confianza del rival y haciendo aflorar las emociones. Y me admira
la capacidad de sacrificio de los atletas para afrontar el dolor en busca de
los límites de su resistencia física y mental.
Me
imagino que, naturalmente, es fácil hacer una lectura distinta de todo ese
espectáculo mediático, y pensar que, algunas veces, detrás de esos logros se
esconden prácticas abusivas, el recurso a sustancias dopantes, hombres y
mujeres sometidos a una disciplina que los privó de su infancia o de su
juventud, y que la competición siempre es desigual, porque no todos parten de
la misma línea de salida ni tienen, realmente, las mismas oportunidades de
conquistar la gloria. Pero aun así, pienso que el espectáculo merece la pena y
la competición, también a veces, da una oportunidad a los valientes, a los que
creyeron y lucharon por ganar. Y, cuando eso sucede, cuando alguien compitiendo
limpiamente, conquista esa corona y se asoma a ese escenario para mostrarnos su
entrega, su capacidad de sacrificio y su determinación para lograr esa meta, es
imposible no emocionarse y reconocer el valor de su gesta.
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