Este verano he leído dos novelas de Andrea Camilleri en la que, entre el
desenvolvimiento de una trama absurda y la proliferación de situaciones
delirantes, se asoman algunos servidores públicos cabales, justos en su
proceder, sensatos y consecuentes con sus obligaciones que, no obstante, de
forma invariable terminan postergados en el escalafón del que forman parte, y,
en el peor de los casos, abatidos por un disparo, del que fueron blanco
mientras cumplían con su deber y como consecuencia indirecta de la falta de
rectitud moral de otros o de su incompetencia, que, paradójicamente, no les ha
impedido ascender en ese mismo escalafón, al tiempo que les ha mantenido a
cubierto de las balas.
Cuando uno se topa en los libros con
personajes nobles como estos de los que hablo, dispuestos a cumplir con su
deber moral sin demandar contrapartidas, no puede por menos que simpatizar con
su causa y también empatizar con aquellos en los que se ceba la desdicha o el
trato injustificado de que el destino parece querer hacerles objeto, mientras
criminales, incompetentes, cínicos, arribistas o demagogos consiguen prosperar
pese a su currículum y a su miserable forma de actuar.
Y es que, a veces, para lo bueno y
para lo malo, la trayectoria vital de las personas no se justifica por sus
logros, ni por su recto proceder o su solvencia profesional. No obstante, las
circunstancias que nos rodean nos ponen a prueba a todos cada día y miden
nuestra capacidad de respuesta ante lo que es justo o no lo es, empujándonos a
actuar o impidiéndonos hacerlo.
Otras veces, en la vida y salvando las
distancias, uno se encuentra con acontecimientos similares y, ocasionalmente,
puede ser víctima de ellos; porque el proceder desviado de algunos nunca se
salda de forma gratuita y, aunque no lo parezca, siempre tiene un precio, una
contrapartida, que pagaran otros o que sufrirán muchos, aunque ni siquiera sean
conscientes de ello.
Y, alrededor de esa trama, con sus
héroes y sus villanos, muchas veces, el público en general e incluso los
testigos presuntamente imparciales, observan en silencio, pero no atónitos,
perplejos o sobrecogidos; sino con una mezcla de indolencia y pasiva
complicidad, sin atreverse a actuar, desde luego, pero sin abrir tampoco la
boca ni siquiera para describir con objetividad lo acaecido, aunque alguien les
pregunte por haberlo presenciado o conocerlo de primera mano.
Estos días, las noticias dan cuenta
del caso de unos menores tutelados por la Generalitat de Cataluña que habrían
sido captados por una red de pedofilia. Y, ante la enorme gravedad del suceso y
la cuestionable actuación de la Administración Pública que tenía encomendada la
custodia de dichos menores, esa misma administración esgrime en su defensa
argumentos tan peregrinos como que se trataba de ‘adolescentes vulnerables’,
procedentes de familias desestructuradas, o que nos encontraríamos ante una red
criminal muy especializada y con más de catorce años de trayectoria, o que ‘los
niños del sistema de protección no viven todo el día encerrados’ y ‘hacen las
mismas actividades que cualquier otro niño’ o, por último, que dos de los
menores ya habían tenido relaciones con los pederastas antes de entrar en el
sistema público de protección a la infancia y la adolescencia; como si tales
circunstancias, que son las que obligan a intervenir a la administración,
precisamente cuando no existe una estructura familiar que pueda proteger a esos
niños o a esos adolescentes que, en el peor de los casos, puede ya haber sido
víctimas de redes de explotación infantil, pudieran justificar tamaño escándalo
y permitir que los gestores del sistema eludan su clamorosa responsabilidad
ante un fallo tan estrepitoso del sistema de cuyo correcto funcionamiento eran garantes;
o como si el hecho de que dicha organización criminal viniera actuando impunemente
desde hace catorce años aliviara la grave responsabilidad de la administración,
primeramente en cuanto a su detección y luego en su neutralización posterior.
Cada vez que, en el trabajo, en la
escuela o en nuestro vecindario actuamos de una determinada manera o dejamos de
hacerlo, y siempre que, con esa manera de conducirnos, dejamos el destino de la
colectividad de la que formamos parte en manos de individuos carentes de ética
o, sencillamente, ineptos, no solo nos arriesgamos a vernos desbordados por los
acontecimientos posteriores, de los que nuestra actitud poco reflexiva y dada a
la pasividad puede ser causa próxima o remota, sino que corremos el riesgo de
convertirnos en parte de esa conjura en la que otros pueden actuar impulsados
por móviles abyectos y, con más frecuencia de la que imaginamos, merodean
individuos sin escrúpulos.
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