Obedecer
las normas parece estos días algo opcional. No hay necesidad de acatar el
ordenamiento jurídico salvo que haya algún juez o algún policía en las
proximidades. Y, en el peor de los casos, si alguien te estaba observando
cuando decidiste saltarte un semáforo en rojo, siempre puedes decir que no lo
habías visto, o, mejor, que ese semáforo está ahí porque tú lo has pagado con
tus impuestos y que, desde tu punto de vista, resulta innecesario puesto que ya
hay un paso de cebra que da preferencia a los peatones, si es que quieren
cruzar; que seguro que te paras para dejarles pasar, pero cuando haya necesidad
(o a ti te lo parezca) y no cuando lo diga el disco en rojo que, nuevamente
desde tu punto de vista, tarda mucho en cambiar, mucho más de lo necesario, de
lo que tú necesitas, se entiende.
Ayer
tuve que oponerme a una demanda de reclamación de salarios de un trabajador que
decía haber prestado servicios a tiempo completo durante tres meses para una
empresa, al tiempo que percibía las prestaciones por desempleo. Había cobrado
el desempleo durante ese mismo lapso de tiempo y como, según él, la empresa no
le había pagado, dirigía su demanda contra el empresario deudor y,
subsidiariamente, contra el Fondo de Garantía Salarial, ante la más que
previsible insolvencia de su empleador.
De
las normas de convivencia mejor ni hablamos. El martes estaba corriendo por el
parque y me cruce varias veces con un numeroso grupo de jóvenes, de alguna
asociación o club deportivo, que ocupaban buena parte del camino. Cuando había
pasado tres veces por el punto en el que se concentraban y, curiosamente,
cuando empezaban a dispersarse en grupos más pequeños, dos de esos jóvenes
estaban parados cortándome el paso por el único margen del camino que quedaba
libre. Me fui acercando esperando que se apartaran, pero en el último momento
tuve que interrumpir el braceo y hurtar el cuerpo para no chocar con uno de
ellos, que miraba en mi dirección con la mano apoyada en la cadera, y que ni
siquiera hizo amago de moverse cuando llegue a su altura. Inmediatamente, lo
que pensé es que debería haberlo empujado, dejando que mi cuerpo, en carrera,
chocara con el suyo. Lo habría apartado lo necesario, pasando por su lado sin
problemas y, de paso, habría compartido mi sudorosa experiencia deportiva con
su camiseta recién planchada. Pero, en mi fuero interno, sabía que empujarlo
habría estado mal, si podía evitarlo, así que lo evite.
Por
esa misma razón, aunque en este caso no suele haber deliberación por su parte,
tampoco voy atropellando transeúntes cuando circulo en bicicleta, aunque caminen
reiterada y despreocupadamente por el carril bici, desentendidos de cuanto les
rodea. Lo que me irrita, es que, cuando se dan cuenta de que van por donde no
deben, muchas veces, no se disculpan, ni hacen por apartarse. Se limitan a
observarte como quien ha visto un extraterrestre y a seguir mirando el whatsapp.
Pero pobre de ti como les roces al pasar. Entonces llamaran al policía más
próximo, le recordaran a todo el mundo que el carril bici lo han pagado ellos
con sus impuestos y que, desde su punto de vista, ese carril bici está mal
colocado y los ciclistas deberíamos estar todos en la cárcel, paseando en
bicicleta por el patio de la prisión.
Vulnerar
las normas es fácil. Todos lo hacemos alguna vez. A sabiendas o sin querer.
Nuestro comportamiento no siempre es excusable, pero el que más y el que menos
debería ser consciente de lo que ha hecho y retractarse o aceptar la sanción,
el castigo, en definitiva, las consecuencias de su incumplimiento. Lo que es
inadmisible es echarle la culpa a los otros de lo que ‘te has visto obligado a
hacer’; que quien incumple sus obligaciones, exija cínicamente, al mismo tiempo,
que los demás cumplan con las suyas y, en ocasiones, se permita el lujo de
advertir o amenazar al que se opone a sus pretensiones o se niega a darle la
razón.
A
propósito del proceso independentista, hace unos meses leí que Lluis Llach, diputado de la coalición Junts pel sí y presidente de la Comisión de Estudio del Proceso Consituyente
del Parlament, en diversas conferencias públicas ha reiterado que los
funcionarios que vivan en Cataluña tendrán que pensarse muy bien desobedecer al
gobierno de la Generalitat, porque
los que no cumplan serán sancionados. Me pregunto que habrían dicho los
partidarios del procés si alguien del
Gobierno de España hubiese insinuado algo parecido a la inversa. Seguramente,
estaríamos hablando de violentar la libertad de los ciudadanos y de maniobras
de intimidación propias de la dictadura.
Y
es que, cuando se acaban los argumentos, si es que alguna vez los hubo, el
empecinamiento de los intolerantes en sus pretensiones, del tipo que sean, si los
demás no damos nuestro brazo a torcer, deriva en intimidación. Y se puede
intimidar ‘pacíficamente’, es decir,
sin levantar la voz, mucho menos la mano, contra nadie, exponiendo razones y
argumentos falaces pero ‘convincentes’,
sobre todo para quienes se dejaron intimidar. Porque
cuando la intimidación no basta, el último recurso es siempre la fuerza.
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