Este
año, el frío ha llegado de improviso. Después de un verano que se ha prolongado,
otra vez, hasta comienzos de noviembre, la temperatura ha bajado drásticamente,
como si la madre naturaleza se hubiese quedado dormida al calor de una de esas
tardes estivales que hemos tenido todo el mes de octubre y hubiera hecho
esperar al otoño, que ha estado aguardando detrás de la puerta, haciendo acopio
de energías, pensando en irrumpir por la primera ventana que se ha abierto lo
suficiente para dejarlo pasar.
Será
como consecuencia de ello que, en casa, los cuatro hemos estado acatarrados.
Eso sí, siguiendo un riguroso turno, para que siempre hubiera alguien
destemplado y produciendo mucosidad en abundancia, y los que todavía no habían
enfermado estuvieran alerta, siendo conscientes de que les iba llegando el
momento de tomar el relevo y la hora de reclamar la caja de pañuelos de papel.
Y solo ahora, después de que la nueva estación haya tomado posesión de calles,
plazas y avenidas (también del salón de mi casa, donde estamos pensando
seriamente en poner a curar jamones) parece que nuestros cuerpos, demasiado
acostumbrados al clima estival, empiezan a asumir, de mala gana, que, como en Juego de Tronos, el invierno se acerca y
nadie va a poder cerrarle la puerta.
El
año pasado, a estas alturas, ya estaba preparando el Maratón, pero este año he
decidido darme un respiro y, de paso, dárselo también a mi familia. Cumplir con
el programa de entrenamiento y salir a correr, al menos, cuatro días a la
semana implica sacrificios para todo el que convive con un maratoniano. Y
aunque está bien plantearse un reto de vez en cuando y apostar fuerte por
conseguirlo, tampoco hay que obsesionarse con ello, sobre todo si te impide
hacer otras cosas o dedicarle más tiempo a las personas con quien más te apetece
estar (salvo que les dé por prepararse contigo para correr 42 kilómetros dentro
de tres meses, cosa improbable en nuestro caso). Sobre todo, si tienes la
suerte de que esas personas también quieran estar contigo.
Además,
como he estado acatarrado, esta semana no he salido a correr; tregua que me
reconforta cuando empieza a oscurecer y, mirando por la ventana, me acuerdo del
frío que hace por la mañana, mientras espero en la parada a que pase el autobús
(ahora cojo el autobús para ir a trabajar porque han inaugurado una nueva línea
que me deja en media hora casi a la puerta de la oficina). Cuando llego, ya hay
algunas personas esperando bajo la marquesina y luego van llegando otras, hasta
formar el grupo de los doce o catorce habituales: una mujer alta y delgada, con
gafas de pasta negra, que siempre aparece de improviso delante de la parada, con paso apresurado, y
buscando un hueco entre el grupo de viajeros; un hombre de pelo canoso con la
voz sorprendentemente aguda que se pone de puntillas tratando de atisbar la
llegada de nuestro transporte; una chica bajita, a la que, cuando llueve, un
coche deja a pocos metros de la parada, que siempre da los buenos días mientras
ocupa su lugar en la cola; una funcionaria de la universidad que me mira como
si hubiera reconocido en mi cara al mismísimo Jack, el destripador; un joven estudiante que, ensimismado en su
teléfono móvil, no responde a los buenos días, y se sienta siempre enfrente de
una compañera de clase a la que saluda tímidamente, mientras ella, que se ha
subido en la parada anterior, levantando la vista por un momento de la pantalla
del suyo, le devuelve una mirada furtiva. Luego, ambos se concentran en sus
dispositivos y no vuelven a mediar palabra el resto del viaje; y un señor
bajito, que viste, alternativamente, chaqueta y corbata o cazadora y jerseys
gruesos de lana, y lleva siempre bajo el brazo un libro con tapas duras de
color naranja con un título relativo a la responsabilidad de los
administradores de sociedades insolventes, o algo así, en cuya lectura se
enfrasca en cuanto arranca el autobús y hasta que no tiene más remedio que
interrumpirla para bajarse en la última parada.
Me
gusta cuando el otoño llega de improviso, anunciando las primeras lluvias, obligando
a los árboles a cambiar, de un día para otro, el color de su indumentaria
veraniega y, aun así, amenazando con arrancarles hasta la última hoja, hasta
dejarlos desnudos pero esbeltos, dormidos pero todavía hermosos en su desnudez.
Y el frío me acobarda más cuando me quedo en casa que cuando salgo a la calle,
ya sea abrigado para coger el autobús por la mañana temprano o ligero de ropa y
en zapatillas para pisotear la hojarasca que se acumula en cada rincón. Pero,
de vez en cuando, me apetece estar en casa y quedarme mirando por la ventana el
tránsito de las estaciones y cómo el viento mece las ramas de esos árboles que
pronto se quedarán dormidos.
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