Hace unas semanas,
volvía del trabajo en bicicleta y, cuando ya estaba llegando a casa, tuve que
detenerme porque un coche pasó a toda velocidad por la calle que atravesaba el
carril bici. Puse pie a tierra e hice un gesto de fastidio, porque el conductor
tendría que haberme visto y, en ese cruce normalmente los coches dejan pasar a
los ciclistas, que tenemos que hacer un giro de noventa grados a la izquierda y
disponemos de una visibilidad limitada respecto de los automóviles que vienen
en nuestra misma dirección pero giran a la derecha. Entonces el coche que iba
detrás se detuvo y me pitó. Cuando mire al parabrisas, vi que el conductor me
hacía un gesto indicándome algo con el dedo. Levanté la cabeza y vi una señal
de stop que me obligaba a detenerme semioculta detrás de una palmera. Así que
el tipo, después de haberme indicado la señal y asegurarse de que la había
visto, reinició la marcha con la satisfacción de haberme dado una lección.
Nos
encanta prohibir, retirar cosas de las exposiciones, secuestrar libros, descolgar
cuadros de monarcas que no son de nuestro agrado, apear estatuas de sus
pedestales, encausar a la gente por exhibir su humor negro en las redes
sociales, quemar banderas, meter en la cárcel a quien las haya quemado, señalar
con el dedo a quien no se vista de negro para pasearse sobre una alfombra roja,
imponer géneros neutros o inventar palabros y mirar a la grada por si alguien
se ha reído al escucharlos y poder condenarle al ostracismo, pitar al himno
nacional o sancionar a quien haya pitado, y, si no se puede, a quien dejó que
alguien introdujera un número relevante de pitos en un estadio de fútbol sin
darse cuenta de sus aviesas intenciones.
Últimamente se han
prohibido un montón de cosas y, seguramente, todavía habría que prohibir un montón
de cosas más: la fiesta nacional, fumar en lugares públicos, beber en la calle,
transitar por el carril bici sin bicicleta, pegar carteles, etc. Pero nunca será suficiente. Siempre habrá
alguna sensibilidad que exija medidas más drásticas para evitar sentirse herida
o una causa que aglutine un número suficiente de seguidores y nos obligue, por
ejemplo, a recluirnos en casa para beber vino o comernos una hamburguesa y así
castigarnos el hígado o colapsar nuestras arterias, y a largo plazo el sistema
sanitario, sin que niños inocentes corran el riesgo asociado al hecho de imitar
nuestro comportamiento suicida.
El problema es que no
todo el mundo tiene la misma sensibilidad ni se deja arrastrar por las mismas
causas, y, consiguientemente, no todos quieren prohibir las mismas cosas. Lo
más curioso es que los partidarios de despenalizar algunas, están más que
dispuestos a penalizar otras. En lo único que parece haber acuerdo es en la
necesidad de imponer normas a los demás. Así que en cuanto alguien está en
disposición de hacerlo, se apresura a tomar medidas para corregir comportamientos
que considera inadmisibles, y los mismos que se rasgan las vestiduras en nombre
de la libertad de expresión se convierten rápidamente en censores de conductas
ajenas y en inquisidores mediáticos cuando otro sostiene públicamente ideas o
actitudes que no comparten.
El otro día, sin ir
más lejos, se publicó un ‘decálogo por una escuela feminista’ que propone,
entre otras cosas, prohibir la lectura de autores como Neruda, Javier Marías o
Pérez-Reverte y, además, la práctica del fútbol en el patio del colegio
(prohibirla, se entiende). Los mismos que se hacen cruces por la retirada de una
obra de Arco-2018 alusiva a la
existencia de presos políticos en nuestro país, se sienten molestos con una
chirigota que ridiculiza a sus líderes independentistas en el carnaval de Cádiz.
O, quienes se ofenden por la utilización de desnudos femeninos en la publicidad
de productos dirigidos al público masculino, defienden sus consignas exhibiendo
sus carnes al sol o ante el altar de una iglesia.
Seguramente el número
de normas necesario para ordenar las conductas en sociedad podría limitarse
drásticamente con un poco de buena voluntad y también de buen juicio. Por
ejemplo, en materia de circulación vial, la norma básica debiera imitar las
leyes de la robótica y decir algo así como que no se debe poner en riesgo la
integridad de las personas ni ocasionarles molestias injustificadamente
aparcando, por ejemplo, delante de la puerta de un garaje. Lo curioso es que
estas normas básicas, a veces, se olvidan y prevalecen las señales de tráfico y
se sobreentiende que lo que no está prohibido está permitido, aunque una
conducta choque frontalmente con el sentido común.
Por desgracia, hoy la
libertad parece que solo puede defenderse a base de prohibiciones. Mal asunto
cuando el único camino para defender la libertad de cada individuo es el que
pasa por limitar, restringir o coartar la libertad de los demás. Me pregunto sí
las generaciones que hayan sido educadas en una sociedad tan propensa a tirar
de normas y reglamentos para regular las conductas a base de prohibiciones,
podrían vivir en una sociedad verdaderamente libre, en la que la conducta de
cada uno se inspirase en un concepto más elevado de la libertad, en la dignidad
del ser humano y en el respeto de nuestros semejantes.
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