Llevo
tres semanas sin escribir una sola línea. De vez en cuando, me pasa. Los días se
van sucediendo uno tras otro y no encuentro el momento para ponerme a repiquetear
con los dedos sobre las teclas del ordenador. Luego, cuando pasado el tiempo,
me lanzo a la tarea, lo primero que pienso es en qué he estado haciendo durante
esas tres o cuatro semanas para no ser capaz de dedicarle un rato a expresar
alguna idea por escrito. Y, después de repasar mi agenda, siempre encuentro la
misma respuesta. ¿Qué he estado haciendo? Nada. Absolutamente nada. No me he
ido de viaje, no he tenido una actividad laboral extraordinaria, no he estado
haciendo un curso ni me he leído un libro o he participado en un concurso
literario. Tampoco he desarrollado ninguna actividad nueva y sorprendentemente
enriquecedora. No he aprendido a bailar el charlestón ni a hacer una vichyssoise
Ni siquiera he estado viendo una serie de televisión compulsivamente.
Así
que el segundo desafío al que me enfrento, cuando por fin me siento un rato a
escribir, es hablar de algo concreto. Naturalmente, siempre puedo recurrir a
las noticias, contar algo que he leído en el periódico o escuchado en la radio.
Ese es el camino más fácil, pero también el más estéril. Hablar de cosas que
pasan en lugares remotos, que afectan a personas a las que no conozco, sobre
las que además decenas de individuos, desde tribunas más autorizadas, han
opinado ya antes que yo, puede resultar bastante anodino. Además, aunque mis
hijas no suelen leerme por iniciativa propia, (en un presuntuoso afán de que mi
pensamiento perdure más allá de mi tiempo en la Tierra) me da por pensar que,
si algún día lo hacen, en el futuro, puedan llegar a la conclusión de que a su
padre le preocupaban cosas bastante poco interesantes, y que, luego, con la
perspectiva de ese tiempo, puedan parecer, lo que son, intrascendentes. Porque
la verdad es que pocas veces tenemos la oportunidad de ser testigos de
acontecimientos realmente relevantes, cómo una revolución, una conflagración
bélica de enormes proporciones, un descubrimiento científico apabullante o, qué
se yo, el primer contacto con una raza alienígena venida de más allá de los
confines de la galaxia.
Pero,
hablar de lo otro, de lo que nos pasa a nosotros, es mucho más difícil. Primero
porque no todo el día estamos descubriendo cosas nuevas ni nos está pasando algo
interesante (verbigracia, durante las últimas tres semanas). Segundo, porque
las cosas que a nosotros nos pueden parecer interesantes no siempre tienen
interés para los demás (y yo, que soy un poco presuntuoso, escribo para que alguien
me lea, ahora o dentro de diez años, o de cien). Y, tercero, porque rebuscar en
el pozo de la memoria conduce, a veces, a hallazgos sorprendentes, para uno
mismo y, también, para los demás.
A
propósito de esto último, esta Semana Santa, hablando con mi hermana mayor y mi
mujer, recordábamos haber visto en casa el programa de televisión La Clave, y el debate que dirigía José Luís Balbín, sobre algún tema al
que servía de introducción una película. Y, al hilo del interés que despertaba el
programa en nosotros, apenas unos niños, me acordé de que hubo una época en la
que mi hermano y yo, cuando nos aburríamos un poco con los comentarios de esos
señores tan sesudos, nos dedicábamos a hacer caricaturas de los contertulios.
En hojas de papel cuadriculado y en bolígrafo azul. Y, es curioso, porque mi
hermana no se acordaba, para nada, de esa actividad nuestra, tan creativa, por
otro lado, que nos obligaba a usar, a la vez, más de media docena de hojas de
papel y a pasar de un retrato a otro, aprovechando los cambios de plano que se
iban sucediendo al ritmo de las intervenciones.
Hace
también unas cuantas semanas, mi hermano me recordaba cómo descubrió la música
de Dire Straits y me describía en
nuestra habitación, con la luz apagada, y escuchando el transistor Vanguard que
teníamos en casa. Al evocar ese recuerdo, inmediatamente, vino a mi memoria,
además del transistor con su dial de color azul pálido, nuestra habitación, mi
cama de cabecero metálico y colchón grueso de lana y también mi costumbre de
recluirme en el cuarto para escuchar música con la luz apagada. No es que lo
hubiera olvidado pero era un recuerdo que permanecía silencioso en algún lugar
de mi memoria profunda.
También
recuerdo que mi padre me contó alguna vez que, cuando era joven, le gustaba
escuchar la radio por la noche y que, en la oscuridad, sintonizaba emisoras de
onda corta que ponían música que no se escuchaba en las emisoras de radio
convencionales. Y me recuerdo a mí mismo rastreando infructuosamente el dial en
busca de esas emisoras misteriosamente atractivas, y sintonizando tan solo
radios que emitían en árabe y radiaban ritmos machaconamente tribales en los
que me parecía reconocer a algún beduino tocando un darbuka con el parche de
piel de cabra.
Ahora,
con frecuencia, me quejo de que mis hijas, cuando han terminado de estudiar, se
queden en sus cuartos, escuchando música, dibujando o bailando (esto último lo
hace mi hija menor, aunque, como cuando canta, es muy difícil observarla en
plena ejecución. Pero, sí está cantando, se la puede escuchar a través de la
puerta). Y me acuerdo de que, cuando tenía su edad, también yo hacía mis
pinitos como bailarín, procurando ponerme a resguardo de miradas indiscretas.
Y, el otro día, cuando iba a llamarla para cenar, toque con los nudillos la
puerta de su habitación y, al abrirla, la música que estaba escuchando inundó
el pasillo, aunque en la habitación no había ninguna luz, salvo la que emite el
débil parpadeo de colores de su altavoz inalámbrico.
Todos
esos momentos, que van encadenándose unos a otros para formar nuestra rutinaria
existencia, pueden parecer intrascendentes o anodinos, pero al contarlos, evocan
en nosotros algo que, aunque a veces no seamos capaces de recordar por nosotros
mismos, forma parte de una experiencia compartida y nos dice quiénes somos, al
recordarnos de dónde hemos venido hasta aquí y qué caminos nos han conducido
hasta este particular momento de nuestras vidas.
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