Últimamente
estoy leyendo en el periódico noticias sobre hallazgos que tienen que ver con
el cambio climático y la subida de la temperatura del planeta, que dejan al
descubierto cuerpos atrapados en el hielo durante décadas, inscripciones
antiguas en la roca, que se muestran a la luz como consecuencia de la
disminución del cauce de un río, o especies sin catalogar que vivían bajo el
hielo polar sin que los científicos hubieran tenido, hasta ahora, oportunidad de
examinarlas o conocer siquiera de su existencia.
A
veces, el hallazgo en cuestión sirve para desvelar el enigma que rodeaba una
desaparición, como la de aquel joven funcionario del Ministerio de Finanzas
francés que abandonó su hotel hace 64 años para irse a esquiar entre las nieves
perpetuas y los hielos del monte Cervino, con sus lentes de concha, su reloj
Omega, de un modelo que solía venderse en las colonias francesas del norte de
África, y un equipo de esquí que revelaba su elevada posición social; o la
pareja formada por la maestra y un zapatero de una pequeña aldea que cayeron en
la grieta de un glaciar, cuando iban a ordeñar su modesto rebaño de vacas, y
permanecieron allí abrazados durante 75 años, dejando huérfanos a sus siete
hijos, desperdigados después a los cuatro vientos, pero capaces de reunirse
cada 15 de agosto para subir hasta el glaciar y pasear entre los campos de
hielo.
Otras
veces, el descubrimiento avisa de la inminencia de una catástrofe. Es el caso
de las ‘piedras del hambre’, que este verano han aparecido en el cauce del río
Elba, a su paso por la localidad checa de Decín. Las piedras del hambre son rocas
situadas en los cauces de ríos o lagos labradas en la Edad Media con
inscripciones que avisan del advenimiento de una sequía y, con ella, de malas
cosechas, hambrunas, enfermedades y muerte. La advertencia se plasma en forma
de sentencias del estilo de “Cuando me veas, llora” o “Antes lloramos. Ahora
lloramos. Tú también llorarás”.
La
ruptura de capas de hielo en el Antártico ha permitido descubrir nuevas
especies de lirios de mar, erizos de aguas profundas, gambas gigantes, anémonas
o esponjas vítreas. En este caso, sin embargo, aunque su descubrimiento no
tenga una semblanza tan siniestra como la de las piedras del hambre, podrían
estar anunciando una catástrofe de dimensiones mucho mayores.
No
obstante, a pesar de lo fascinante de cualquiera de estos hallazgos, para mí,
ninguno supera el de Ötzi, un hombre de cuarenta y cinco años, que fue encontrado
por una pareja de montañeros en los Alpes austriacos, muerto de un flechazo que
había recibido por la espalda cinco mil años antes. Cuando fue alcanzado por
esa flecha, Ötzi, que se vestía con cinco tipos de pieles diferentes, llevaba
consigo una daga con el filo muy gastado, dos puntas para catorce flechas que
no había podido terminar de montar, un hacha de cobre y un arco también sin
terminar. Además, los estudios realizados por expertos revelan que huía, y todo
apunta a que llevaba tiempo haciéndolo; y que, antes de su última ascensión
hasta los 3.000 metros de altura, donde le alcanzó la muerte, había descendido al
valle, y que tuvo un enfrentamiento que le dejó la mano derecha herida. Así que
todo apunta a que Ötzi tenía motivos para huir y que su o sus perseguidores
debían tener también razones muy poderosas para perseguirle con esa tenacidad.
He
oído que los osos polares, los pingüinos y otras especies se están desplazando
desde su hábitat natural en busca de regiones más frías. En su caso, puede que
nadie les persiga, pero parece que igualmente se trata de una cuestión de
supervivencia y que no necesitan que las piedras les adviertan del peligro que
les acecha. Pero también he leído que, bajo el hielo del Ártico, crece un
bosque de fitoplancton y que puede ser debido al cambio climático, pues las bajas
temperaturas no permitían el crecimiento de especies vegetales, y que las
especies se adaptan al entorno mientras tengan recursos que les permitan
sobrevivir. Y creo que la lucha por la supervivencia nos caracteriza por igual
a todos los seres vivos y, en particular, a nosotros como especie, lo que me
permite albergar todavía una cierta esperanza, salvo que la imprudencia nos
conduzca a una profunda grieta en el hielo de la que no podamos escapar por
nuestros propios medios, o que hayamos hecho algo tan malo que sus
consecuencias nos persigan hasta darnos muerte al final de la escapada.
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