Desde
pequeño me han fascinado los robots, las máquinas inteligentes capaces de
realizar con solvencia trabajos y tareas para los que estarían mejor
cualificados que el individuo más diestro. Y, como yo, supongo que cualquier
niño se ha sentido hipnotizado por los movimientos sincronizados de los brazos
mecánicos de una cadena de montaje o se ha quedado absorto viendo la forma en
la que un pistón puede mover una rueda y hacer avanzar, por ejemplo, una
locomotora de vapor sobre la vía férrea.
Más
tarde, la ciencia ficción me mostró un mundo infinito de posibilidades, en las
que a mi fascinación por las máquinas se unía ese miedo ancestral a los robots
con aspecto humanoide. Entre mis favoritos, está Gort, el gigante metálico invulnerable de Ultimatum a la Tierra, con un potencial destructivo sin límites,
capaz de aniquilar a los seres humanos con un parpadeo, si estos no se
mostraban dispuestos a escuchar el mensaje que venía a prevenirles de su propia
capacidad de destrucción.
Pero,
2001, una odisea en el espacio, me
convenció de que el mayor peligro de las máquinas inteligentes, como Hal, radicaba en su capacidad para
penetrar en la mente humana y, traicionando la confianza depositada en ellas,
anticiparse a sus movimientos para tratar de subsistir, aún a costa de la vida
de sus creadores. Y la sublimación de esta idea llegaría con Blade Runner, la película en la que Roy, el replicante, buscando
desesperadamente un remedio a su corta esperanza de vida, mata a Tyrell cuando comprende que está
condenado a morir, dejando atrás una existencia hecha de recuerdos que, en su
mayor parte, ni siquiera le pertenecen.
Volviendo
a la realidad, y al primer motivo de mi fascinación por las máquinas, viendo los
últimos vídeos de Boston Dynamics y a
su robot Atlas caminando por la
nieve, siendo hostigado por un ser humano mientras intenta llevar a cabo una
tarea rutinaria, dando saltos mortales o haciendo parkour, ya no me cabe
ninguna duda de que, dentro de poco, será posible que determinados trabajos de
precisión, incluso en ambientes especialmente hostiles, en los que la vida de
un ser humano se vería gravemente comprometida, podrán ser desarrollados por
máquinas. Así que la idea de un ejército de androides asaltando una nave en
llamas más allá de Orión ya no se me hace tan extraña.
Últimamente
se ha suscitado cierta controversia a propósito de la necesidad de programar a
los coches autónomos para que, en determinadas situaciones, tomen decisiones en
las que estaría involucrada la vida de seres humanos. Y, llegados a este punto,
las leyes de la robótica de Asimov se
han revelado insuficientes cuando, para resolver el dilema moral que se plantea
en esos supuestos, no basta con que el robot esté programado para no hacer daño
a un ser humano, por acción o por omisión, ni permitir que un ser humano sufra
daño. E, incluso yendo un poco más allá, cuando obedecer un determinado código
de programación o una orden explícita de un ser humano, entraría en conflicto
con la primera ley. Por poner solo un par de ejemplos, ¿estaríamos dispuestos a
que nuestro automóvil nos matara, a nosotros y/o a nuestros seres queridos,
para salvaguardar la vida de otra u otras personas? ¿La vida de unas personas es
más valiosa que la de otras? o ¿todas las vidas valen lo mismo?
Y si estas y otras
cuestiones las trasladamos a un escenario catastrófico o a un conflicto bélico
y las hacemos extensivas a máquinas que no se limiten a transportar bienes o
personas, los dilemas morales se multiplican exponencialmente.
Llegados a este
punto, creo que habrá que extremar el cuidado a la hora de establecer los
programas y los algoritmos que hayan de ordenar el funcionamiento de esas
máquinas. Pero, parece claro que los seres humanos estamos llenos de prejuicios
y contradicciones, y nuestra escala de valores depende de nuestra sensibilidad,
nuestro grado de empatía y, en definitiva, de nuestra subjetividad. Y por eso,
desde mi punto de vista, estas cuestiones, aunque no pueden dejarse en manos de
‘expertos’, tampoco pueden resolverse recurriendo a plebiscitos. En todo caso,
tengo claro que el comportamiento de nuestros replicantes dependerá de los
valores vigentes en la sociedad en la que se hayan desarrollado. Así pues,
cuidemos nuestras decisiones y vigilemos nuestro comportamiento porque estos, y
no las máquinas, decidirán nuestro destino como especie y el futuro de nuestro
planeta.
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